Si en el plano
cognitivo el pensamiento racional y abstracto es lo que nos distingue de los
animales, en el plano efectivo humano es de la acción intencional, que emana de
la voluntad y no del ciego instinto. Pero estos planos no están desvinculados
uno de otro. Previo a la acción intencional ha existido una deliberación
razonada. El pensamiento nos posibilita intencionar. La acción intencional está
dirigida por nuestra razón, que determina el curso a seguir. Nuestra acción es
autodeterminada.
Patricio Valdés Marín
Registro de propiedad
Intelectual Nº 169.033
Prefacio a la colección El universo, sus cosas y el ser humano
El formidable desarrollo que ha experimentado la tecnología
relacionada con la computación, la informática y la comunicación electrónicas
ha permitido el acceso a un inmenso número de individuos de la cada vez más
gigantesca información. Por otra parte, existe bastante irresponsabilidad en
parte de esta información sobre su veracidad por parte de algunos de quienes la
emiten, tergiversando los hechos. Además, mucha de la información produce alarmas y temores, pues aquella gira
en torno a intrigas, conspiraciones, crisis y amenazas. Habría que preguntarse
¿hasta qué punto esta información refleja la compleja realidad? ¿Cuánta de toda
esa información es verdadera? ¿En qué nos afecta? Como resultado hemos entrado
en una era de desconfianza, relativismo y escepticismo. Sin embargo la raíz de
ello debe buscarse más profundamente.
Nuestras ideas son representaciones subjetivas y abstractas
de una realidad objetiva y concreta, pero la realidad es profundamente
misteriosa y nuestro intelecto es bastante limitado para aprehenderla. De este
modo se intentará reflexionar en forma
sistemática y unificada sobre los temas más trascendentales de la realidad.
Vivimos en un periodo histórico ya denominado posmodernismo,
que se caracteriza por el derrumbe de los dogmas religiosos y sistemas
filosóficos tradicionales a consecuencia del enorme progreso que ha tenido la
ciencia moderna y su método empírico, contra cuyo descubrimiento de la realidad
no pudieron sostenerse. Sin embargo, la antigua sabiduría respondía de alguna
manera a las preguntas más vitales de los seres humanos: su existencia, su
sentido, el cosmos, el tiempo, el espacio, la vida y la muerte, Dios, la verdad,
el pensamiento, el conocimiento, la ética, etc., pero la ciencia, que ocupó su
puesto, no ha podido responderlas, ya que no son esas preguntas su objeto de
conocimiento. Por la ciencia entramos en una época de enorme conocimiento y
certeza, pero si no se es fiel a la verdad que devela, es fácil caer en el relativismo: ahora todo es opinable y no se
respeta ninguna autoridad, en cambio se pide respetar a cualquiera por
cualquier sonsera que esté diciendo; existe poca o ninguna crítica; aparecen
gurúes, charlatanes y falsos profetas por doquier, mientras la gente permanece desorientada
y escéptica; se divulga falsedades por negocio, fama o intereses espurios.
No se trata de revivir los antiguos dogmas religiosos y
sistemas filosóficos, sin embargo, 1º las preguntas que responden al ¿qué es?
filosófico, más que el ¿cómo es? científico, que éstos intentaban responder
están tan plenamente vigentes hoy, ya que sin aquellas nuestra vida sería vacía
y que la filosofía emergió como un esfuerzo racional y abstracto para conferir
unidad y racionalidad al mundo, y 2º, la ciencia sigue con firmeza develando
esta tan misteriosa realidad, puesto que no fue hasta el desarrollo de aquella
que el mundo comenzó a ser entendido como sujeto a leyes naturales y
universales de relaciones causales. En consecuencia, esta obra requerirá llegar
a los grados de abstracción que demanda la filosofía y a partir de justamente
la ciencia intentará responder a las preguntas más vitales. El criterio de
verdad que la guiará son las ideas universales y necesarias de ‘energía’ para
lo cosmológico y la complementariedad ‘estructura-fuerza’ para el universo
material.
EL CONTEXTO CÓSMICO
DE LA OBRA
Parafraseando el inicio del Evangelio de s. Juan (Jn. 1, 1),
afirmaremos, “En el principio, estaba la infinita energía”. La energía, que no
se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de
la termodinámica—, que no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni
tiempo ni espacio, que su efectividad está relacionada con su discreta
intensidad, que es tanto principio como fundamento de la materia, no puede
existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia.
Y Dios la causó y liberó en un instante, hace unos 13 mil setecientos millones
de años atrás, la codificó y la dotó de su infinito poder, creando el universo
entero. La cosmología llama “Big Bang” a esta ‘explosión’ y se puede definir
como un traspaso instantáneo, irreversible y definitivo de energía infinita a
nuestro material universo en el mismo instante de su nacimiento. La energía que
este agente suministró al universo, tal como si fuera un sistema, no termina en
desorden, sino sirve para generar y estructurar la materia. El Big Bang, que
sería el soplo divino, es también el instante del punto del comienzo de la
creación y es igualmente el manto que, desde nuestro punto de vista, envuelve
todo el universo. En el mismo grado
que el objeto que se aleja cercano a la velocidad de la luz del observador, que
de acuerdo con la contracción de FitzGerald se acorta en el eje común entre
objeto y observador, aseveramos que, con el fin de mantener la simetría, el
plano transversal del objeto a este eje se agranda recíprocamente hasta
identificarse con la periferia de nuestro universo. Inversamente, la
teoría especial diría que para un observador situado justo en el Big Bang, Dios
en este caso, el tiempo habría sido tan grande que ni una fracción
infinitesimal de segundo habría transcurrido. Una vez más, para este observador
la distancia se habría reducido a cero, como si el Big Bang fuese la base de un
tronco que sostiene la inmensidad del universo, dándole unidad a través de una
inmensa relación causa-efecto. Dado que todo el universo tuvo un origen único y
común, entonces las mismas leyes naturales gobiernan todas las relaciones de
causa-efecto entre sus cosas. Para la causa del universo entronizada en el Big
Bang, a pesar de estar a alrededor de 13,7 mil millones de años de distancia en
el pasado, cada parte del universo estaría en su propio tiempo presente,
mientras que la manifestación de causalidad estaría recíprocamente presente en
todo el universo.
El universo conforma una unidad en la energía que no admite
dualismos espíritu-materia, como los postulados por Platón, Aristóteles o
Descartes. Así, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y
nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía. Tales de
Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, postuló al “agua” y sus
tres estados como clave para incluir la diversidad del universo; después de él
otros sugirieron diversos entes como fundamento de la cosas; tiempo después
Parménides inventó el concepto de “ser” para darle unidad a la realidad,
concepto que hechizó a toda la filosofía posterior; ahora proponemos la idea de
“energía” para este mismo efecto metafísico. Si desde Heráclito la filosofía
comenzó a especular sobre el cambio que ocurre en la naturaleza, la ciencia
observó por doquier a conjuntos relacionados causalmente como sistemas que se
transforman de modo determinista según las leyes naturales que los rigen y ella
los reconoció, más que cambios, como procesos. El tiempo y el espacio del
universo están relacionados con el proceso. Ambos no son categorías kantianas a priori que residen en nuestra mente.
El tiempo proviene de la duración que tiene un proceso y el espacio procede de
su extensión. La infinidad de interacciones originadas en el Big Bang
constituyen el espacio-tiempo del universo, donde cada ser u observador existe
en su tiempo presente y todo lo demás está entre su próximo y lejano pasado,
estando el Big Bang a la máxima distancia y siendo lo más joven del universo.
La velocidad máxima de las interacciones es la de la luz. La fuerza
gravitacional es el producto de la masa que se aleja con energía infinita de su
origen en el Big Bang a dicha velocidad y que forzadamente se va separando
angularmente del resto de la masa del universo, por lo cual el universo es una
enorme máquina que, por causa de su expansión radial (no como un queque en el
horno), genera la fuerza de gravedad, teniendo como consecuencia su pérdida
asintótica de densidad. Y esta fuerza más el electromagnetismo y las otras dos
que ellas causan dentro de la estructura atómica producen la incesante
estructuración y decaimiento de las cosas.
Algunos científicos creen observar un completo indeterminismo
en el origen del universo, pudiendo éste haber evolucionado indistintamente y
al azar en cualquier sentido. No consideran que el universo haya seguido la
dirección impresa desde su origen según las propiedades de la energía
primordial y la relativa estabilidad de lo que se estructura. De modo que la
energía primigenia se convirtió en el universo y fue desarrollándose y
evolucionando, auto-regulado por lo posible en cada posible escala estructural.
La energía comprende los códigos de la estructuración de las partículas
fundamentales de la materia. Estas partículas poseen máxima funcionalidad, ya
que adquirieron entonces energía infinita, lo que las llevó a viajar a la
máxima velocidad posible (la de la luz) desde el Big Bang. El universo que
percibimos es estructuración de
energía en materia en dos formas básicas, como masa según la famosa ecuación E
= m·c² y como carga eléctrica (positiva y negativa). La conversión en carga
eléctrica requirió también mucha energía. La fuerza para vencer la resistencia entre
dos cargas eléctricas del mismo signo es enorme. Se calcula que solamente
100.000 cargas (electrones) unipolares reunidas en un punto ejercerían la misma
fuerza que la fuerza de gravedad de toda la masa existente de la Tierra.
Infinitos y funcionales puntos o centros atemporales y adimensionales de
energía generan el espacio-tiempo del universo al interactuar entre sí y
relacionarse causalmente mediante también energía, estructurando enlaces
relativamente permanentes, generando la diversidad existente, que se rige por
el principio complementario de la estructura y la fuerza, y produciendo energía
cinética y/o ondulante que podemos sentir, que nos puede afectar y que mediante
éstas también podemos afectar a otras cosas.
El mundo aparecía naturalmente a nuestros antepasados como
caótico y desordenado, existiendo allí tanto nacimiento, gozo y regeneración
como sufrimiento, muerte y destrucción. Ellos se esforzaron en dar
explicaciones para dar cuenta de esta arbitraria situación y que resultaron ser
mayormente míticas. Ahora, por medio de la ciencia moderna, podemos entender
objetivamente este mundo y su evolución y desarrollo. El dominio de la ciencia
comprende las relaciones de causa-efecto que producen el cambio en la
naturaleza, determinadas según sus leyes naturales, siendo válido para todo el
universo, y que es virtualmente todo lo que sabemos con mayor, menor o total
certeza. Las hipótesis científicas concluyen en la definición de las leyes
naturales que rigen la causalidad del universo a través de la demostración
empírica y la observación. La ciencia devela que en el curso de su existencia
el universo ha ido evolucionando y se ha ido desarrollando hacia una
complejidad cada vez mayor de la materia, la que se ha venido estructurando en
escalas incluyentes cada vez más multifuncionales. Desde las estructuras
subatómicas, atómicas, moleculares y biológicas, hasta las psicológicas,
sociales, económicas y políticas, la estructuración en escalas mayores y más
complejas no ha cesado. Las estructuras, que se ordenan desde las partículas
fundamentales hasta el mismo universo, son unidades discretas funcionales que
componen estructuras de escalas mayores y cada vez más complejas (por ejemplo,
solo existe un centenar de tipos de átomos relativamente estables y unos 50.000
tipos de proteínas) y son formadas por unidades discretas funcionales de
escalas menores. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad es el ser
humano, el homo sapiens del orden
mamífero de los primates.
Como todo animal con cerebro, que ha venido adaptativamente a relacionarse con
el medio a través del conocimiento, la afectividad y la efectividad y que
necesita satisfacer sus instintos primordiales, fijado por la especie, de
supervivencia y reproducción, el ser humano es capaz de generar estructuras
psíquicas (percepciones e imágenes) a partir de la materialidad biológica y
electro-química de este órgano nervioso central y de las sensaciones que
proveen los sentidos. Pero a diferencia de todo animal el más evolucionado
cerebro humano tiene capacidad de pensamiento racional y abstracto, pudiendo
estructurar en su mente todo un mundo lógico y conceptual, a partir de
imágenes, y que busca representar el mundo real que experimenta y comprender el
significado de las cosas y de sí mismo. Él estructura en su mente relaciones
lógicas, ontológicas y hasta metafísicas y también puede comprender las
relaciones causales de su entorno. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje
que emplea primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres
humanos y también para acumular información y desarrollar aprendizaje y
cultura. La realidad que conoce es la sensible y, por tanto, material. Su
accionar más humano en el mundo es intencional y responsable, ya que emana de
su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. En esta misma
escala su afectividad, más allá de sensaciones y emociones, se estructura
propiamente en sentimientos. Persiguiendo vivir la vida con la mayor plenitud
posible, los individuos humanos se organizan en sociedades que buscan la paz,
el orden, la defensa, el bienestar y la explotación de los recursos económicos
a través de la cooperación y la justicia, pero muy imperfectamente, ya que
algunos fuerzan satisfacer necesidades individuales de modo desmedido y otros
dominan y explotan al resto. Son objetos (no sujetos) de los derechos
reconocidos como fundamentales por la sociedad civil, y resguardados por sus
instituciones de poder político.
Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí
mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, su
multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo,
pero no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La transcendencia es el
paso desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es
funcional, hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí
misma. Si el individuo se estructura a partir de partes que anteriormente
pertenecieron a otros individuos y pertenecerán en el futuro a nuevos
individuos, la persona se estructura a partir de energía que permanecerá en lo
sucesivo estructurada. La conciencia humana es el advertir que el yo (el
sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su
intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad
que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración
de la energía como producto del intencionar, en lo que llamaremos conciencia
profunda, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado. El punto
de partida de este tránsito a lo inmaterial es la acción intencional, que
depende de la razón y los sentimientos y que se relaciona al otro a través del
amor o el odio; ésta se identifica con el ejercicio de la libertad y con la
autodeterminación, siendo lo que caracteriza al ser humano. La conciencia
profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que también es
transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia
sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte
fisiológica del individuo. El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al
estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino
que se fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma
lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía
inmaterial. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la
actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la
evolución que, a partir de materia individual, produce energía estructurada.
Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un
animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Desde
esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente
la vida y estar consciente de la vida eterna y sus demandas. Estas
explicaciones son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento
científico alguno, pues están fuera del ámbito de lo material, ya que solo
conocemos lo sensible, pero está en sintonía con los sucesos místico y
parapsicológico reconocidos y surge de superar el dualismo del ser metafísico
por la energía que incluye tanto lo material como lo inmaterial.
Y cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, desintegra
la estructura del individuo, subsiste la persona, que es propiamente la
estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han
unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la
destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo,
inmortal, con su cuerpo de materia estructurada que la contenía,
manifiestamente incapaz ahora de existir. Considerando que ya no resulta
necesario satisfacer los instintos biológicos de supervivencia y reproducción,
como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de
existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material
y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no
puede tener efectos sobre la materia. Asimismo, desaparecen nuestros atesorados
conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que
percibimos a través de nuestros sentidos animales como también nuestra forma de
pensamiento racional y abstracto y memoria basados en el cerebro biológico.
Surgiría una forma nueva, inmaterial, transcendental, de pura energía, pero
implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para
conocer y relacionarnos que corresponde a esa insondable y misteriosa realidad
que se presentaría, todavía imposible de conocer en nuestra vida terrena. Pero
la persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesitaría y buscaría
afanosamente un contenedor de su propia y estructurada energía para poder
manifestarse y expresarse en forma plena de conexión. La esperanza es que quien
en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha sido justo y bondadoso
según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, estará finalmente, cuando muere,
en condiciones de acceder al Reino de misericordia, amor y bondad, que Jesús
conoció (¿a través del fenómeno EFC?) y anunció, y existir colmadamente. De ahí
que su condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal
durante su vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se
interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía
liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.
Los libros de esta obra se enumeran y titulan como sigue:
Libro I, La materia y
la energía (ref. http://unihum1.blogspot.com/),
es una indagación filosófica sobre algunos de los principales problemas de la
física, tales como la materia, la energía, el cambio, las partículas
fundamentales, el espacio-tiempo, el big bang, la forma y el tamaño del
universo, la causa de la gravitación, agujeros negros, y llega a conclusiones
inéditas.
Libro II, El
fundamento de la filosofía (ref. http://unihum2.blogspot.com/),
analiza lo que relaciona y lo que separa a la filosofía y a la ciencia; expone
la concepción histórica de la relación entre la idea y la realidad, la razón y
el caos; critica a la filosofía tradicional en lo referente a la dualidad
espíritu y materia que proviene de la antigua antinomia de lo uno y lo
múltiple, y sienta nuevas bases para una metafísica a partir del conocimiento
científico.
Libro III, La clave
del universo (ref. http://unihum3.blogspot.com),
expone la esencia de la complementariedad de la estructura y la fuerza como el
fundamento del universo y sus cosas, que es coextensiva del ser y que es el
tema tanto de la ciencia como de la filosofía, con lo que se supera toda
contradicción entre ambas ramas del saber objetivo.
Libro IV, La llama de
la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com/),
se remite a una teoría del conocimiento que identifica las funciones
psicológicas del cerebro, en tanto estructura fisiológica, con generadores de
estructuras psíquicas, siendo ambas estructuras propias de nuestro universo de
materia y energía, y descubre que las imágenes y las ideas son estructuraciones
en escalas superiores que parten de las sensaciones y las percepciones de nuestra
experiencia.
Libro V, El
pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com),
desarrolla una nueva epistemología que busca descubrir los fundamentos del
pensamiento abstracto y racional en las relaciones ontológicas y lógicas que
efectúa la mente humana a partir de las cosas y sus relaciones causales.
Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/), se refiere principalmente al reino animal, del cual el ser humano es un miembro pleno, en cuanto es una estructuración de la materia en una escala superior.
Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/), se refiere principalmente al reino animal, del cual el ser humano es un miembro pleno, en cuanto es una estructuración de la materia en una escala superior.
Libro VII, La decisión
de ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/),
trata de una de las funciones de los animales, la efectividad, que
específicamente en el ser humano se estructura como voluntad, que proviene de
su actividad racional, que se manifiesta en su acción intencional, que es
juzgada por la moral, la ética y la norma jurídica, y que confiere sustancia y
sentido a su vida.
Libro VIII, La flecha
de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/),
en las fronteras de la reflexión filosófica y aún más allá, intenta explicar la
relación de lo humano con lo divino, la que comienza por la capacidad natural
del ser humano para reconocer y alabar la existencia de lo divino, y la que
termina en una invitación divina a una existencia en su gloria.
Libro IX, La forja del
pueblo (ref. http://unihum9.blogspot.com/),
analiza una filosofía política que parte del ser humano como un ser tanto
social como excluyente, tanto generoso como indigente, para indicar que la
máxima organización social debe estar en función de los superiores intereses de
la persona, finalidad que se ve entorpecida por anteponer artificiosamente el
derecho al goce individual a los derechos de la vida y la libertad.
Libro X, El dominio
sobre la naturaleza (ref. http://unihum10.blogspot.com/),
estudia el contradictorio esfuerzo humano de supervivencia y reproducción para
conquistar y transformar su entorno a través de una asignación desequilibrada
de recursos económicos, entre los cuales la tecnología, como creación de la
mente humana, es una prolongación del cuerpo para reemplazar su esfuerzo, la
demanda por capital es proporcional a la oferta de trabajo, y la naturaleza
resulta demasiado limitada para las ilimitadas necesidades humanas que
satisfacer.
Deseo expresar mi reconocimiento y mis más vivos
agradecimientos a mi esposa Isabel Tardío de Valdés. Sin su paciencia, apoyo
moral y cariño esta obra no habría sido posible.
Patricio Valdés Marín
CONTENIDO
Prólogo
Introducción
Capítulo 1. La acción intencional
Acciones instintiva e intencional
La acción humana
Características de la acción
La decisión
La acción humana
Características de la acción
La decisión
Capítulo 2. La autodeterminación
La libertad y la autodeterminación de la acción intencional
Las escalas de la conciencia
Las escalas de la conciencia
Capítulo 3. El juicio de la acción
La acción y la norma
La acción moral
El valor de la acción
Dualidad y dualismo
Solución del problema del bien y el mal
La acción moral
El valor de la acción
Dualidad y dualismo
Solución del problema del bien y el mal
Capítulo 4. La finalidad de la acción
Lo biológico, lo racional y lo trascendente
El sentido de la vida
El sentido de la vida
Capítulo 5. El lenguaje
Lo humano del lenguaje
El sistema de la lengua
Lenguaje y pensamiento
Lenguaje y cultura
Lenguaje y tecnología
Lenguaje y arte
El sistema de la lengua
Lenguaje y pensamiento
Lenguaje y cultura
Lenguaje y tecnología
Lenguaje y arte
PRÓLOGO
Todo cerebro tiene tres funciones psicológicas, que son la
cognitiva, la afectiva y la efectiva. Éstas producen estructuras psíquicas. Por
la primera el animal obtiene información sensitiva del medio externo y su
cerebro estructura representaciones de cosas experimentadas, como percepciones
e imágenes. Por la segunda los terminales sensibles afectivos de la red
aferente del sistema nervioso producen sensaciones de placer o dolor. En fin,
por la tercera el animal responde instintivamente según, primero, patrones
innatos para cada especie, segundo, comportamientos aprendidos por ensayo y
error y, tercero, sensaciones de placer o dolor.
Los seres humanos poseemos las mismas funciones descritas.
Sin embargo, tenemos la capacidad cerebral para pasar a una escala superior de
estructuración psíquica. Así, podemos estructurar conceptos a partir de imágenes;
sentimientos, como los de felicidad o tristeza, a partir de las sensaciones de
placer o dolor o de las emociones de alegría o sufrimiento; voluntad como
respuesta racional para ejecutar acciones intencionales.
Si el pensamiento racional y abstracto es lo que nos
distingue de los animales en el plano cognitivo, el plano efectivo humano es de
la acción intencional, de la voluntad, ya que la intención tras la acción
estructura la efectividad en una escala distinta del instinto. Pero estos
planos no están desvinculados uno de otro. Previo a la acción intencional ha
existido una deliberación razonada.
El pensamiento humano nos posibilita intencionar. Esta
acción nos hace libres. Que sepamos, somos los únicos seres del universo que
podemos actuar libremente. La acción intencional no está determinada por
mecanismos instintivos, sino que por nuestra propia razón, la que determina el
curso a seguir. De este modo, nuestra acción es autodeterminada.
La razón no es un puro mecanismo lógico. En la deliberación
que una persona efectúa ella dispone un bagaje de conocimientos, valores y
sentimientos que orienta, guía y hasta condiciona la deliberación. Podemos
denominar este bagaje la cosmovisión personal. La orientación que efectúa
provee un sentido a la vida de cada cual.
En la acción intencional se distinguen tres momentos: el
antes, el actual y el después de la acción. Cada uno de estos momentos responde
a una norma. Éstas son respectivamente la moral, la jurídica y la ética. La
acción moral se desenvuelve dentro de un marco subjetivo e íntimo. La norma
jurídica juzga como delito sujeto a sanción la ejecución de una acción según el
ordenamiento jurídico que puede ordenar, prohibir o autorizar una conducta
determinada. La ética, cuya norma indica lo correcto o incorrecto, lo
conveniente o inconveniente de la conducta externa de un individuo, valora el
efecto en la sociedad de la acción individual.
El ser humano se enfrenta a dos problemas correlacionados.
Cualquiera que sea el sentido que le dé a su existencia, toda persona está
radicalmente escindida entre, por una parte, su necesidad biológica por
sobrevivir y reproducirse, que es el ámbito propio de la ética, y, por la otra,
las valoraciones de carácter transcendente que aparecen ante su conciencia,
como la verdad, el amor, la justicia, la libertad, que pertenecen al ámbito de
la moral. El otro problema se puede expresar crudamente en qué sentido tiene
una vida que acabará necesariamente con la muerte, siendo vano todo intento por
liberarse de ésta.
INTRODUCCION
Una introducción apropiada para este volumen será relacionar
la voluntad, en tanto función psíquica, con las otras funciones psíquicas, la
cognitiva y la afectiva, y describir la estructuración a través de las
distintas escalas que se han requerido para llegar a la estructuración de esta
voluntad. Para ello, he creído conveniente repetir algunas ideas expresadas en
otros libros míos, en especial la sección “Las funciones afectivas” de mi libro
La llama de la mente. Estos dos
grupos de funciones –la cognitiva y la afectiva– permiten poner en perspectiva
la voluntad, como fuente de la acción intencional, en el cuadro de la psiquis
humana.
El sistema nervioso central humano, lo que llamamos cerebro,
tiene tres órdenes de funciones psíquicas: cognitiva, afectiva y efectiva.
Estas funciones actúan en un flujo constante. Cada una tiene por objeto la
producción de estructuras psíquicas distintivas. La materia prima de esta
elaboración es la información que proviene continuamente de la realidad a través
de los órganos de sensación y de la información almacenada en la memoria. Las
máquinas y herramientas son las neuronas de la fábrica cerebral. La energía que
se emplea es la electroquímica. De este modo, la función cognitiva elabora
contenidos de conciencia; la afectiva produce estados de ánimo, y la efectiva
genera deseos, los que actualiza activando el sistema motor muscular. Estas
estructuras psíquicas están completamente relacionadas entre sí y se unifican
en la conciencia. A este conjunto estructural que produce el sistema nervioso
central se le llama mente.
Todos los organismos biológicos con un sistema nervioso
central capaz de estas manifestaciones tienen mente. La mente de los seres
humanos se diferencia de la de los animales, en especial porque tiene un
cerebro que está estructurado en una escala superior y puede, por lo tanto,
funcionar también en esa escala. Así, los contenidos de conciencia son también
productos de su capacidad de pensamiento racional y abstracto; su sistema
afectivo produce no sólo emociones, sino que también sentimientos, y su sistema
efectivo es dirigido por su volición.
Los tres órdenes de funciones se relacionan distintivamente
con el medio externo a través del cuerpo. El sistema nervioso central se
proyecta hacia el medio externo en una red neuronal llamada aferente. Se llama
así porque desde los terminales nerviosos repartidos por el cuerpo se dirige
información hacia aquél mediante esta red. Dicha red proporciona dos tipos de
información al sistema nervioso central. Por una parte, produce la información
sensorial o cognitiva, como luz, sonido o temperatura. No es que transmita la
luz, el sonido o la temperatura, sino que la información codificada de estas
manifestaciones naturales. Por otra parte, la red aferente conduce la
información sensitiva o afectiva. Ésta se reduce a la información de las
sensaciones de placer y dolor, solo o combinado y en distintos grados de
intensidad y duración. Es el terminal nervioso el que sufre placer o dolor y el
cerebro el que registra esta información.
De los terminales nerviosos de la red aferente, los que se
encuentran más concentrados en los órganos de sensación (oído, vista, gusto,
olfato) o repartidos por gran parte del cuerpo (tacto), fluye la información
sensorial desde el medio externo hacia el sistema nervioso central. Respecto al
orden funcional cognitivo, el sistema nervioso central procesa la información
sensorial y genera estructuras cognitivas que va sintetizando para integrar
sucesivas escalas cada vez mayores. En este proceso sintético las unidades
discretas de una escala se integran en una estructura de la escala siguiente
superior, la que pasa a ser una unidad discreta para una nueva estructura en la
escala superior que sigue.
De esta manera, las sensaciones conforman las unidades
discretas de las percepciones. A su vez, las percepciones conforman las
unidades discretas de las imágenes. Éstas son las unidades discretas de las
ideas; y las ideas, como unidades discretas, pueden relacionarse de modo
ontológico y lógico en el pensamiento abstracto y racional. Todas ellas son
estructuras psíquicas en el sentido de que tienen existencia material en la
actividad electroquímica de las neuronas, en las conexiones sinápticas
particulares que éstas construyen y en proteínas de memoria que éstas
sintetizan.
En la mente cada una de estas escalas provee una
representación psíquica, o contenido de conciencia, de la realidad (sensación,
percepción, imagen, idea o concepto abstracto, proposición, conclusión lógica).
Mientras mayor sea la correspondencia de esta representación con la realidad
habrá mayor certeza. La certeza en la escala de las proposiciones se llama
verdad. El grado de certeza es crítico para la supervivencia del organismo
biológico. No es ninguna gracia para un pájaro que confundió su posición en el
espacio chocar en vuelo contra un poste.
Igualmente, el sistema nervioso central tiene un orden
funcional afectivo. Este orden es una propiedad que confiere a la información
cognitiva, que ingresa y que se estructura en escalas incluyentes cada vez más
complejas, un tono afectivo muy particular a las estructuras psíquicas
cognitivas. Además de la información sensorial que la red aferente proporciona,
fluye la información sensible. Esta corresponde fundamentalmente a las sensaciones
de placer y dolor. Este tono tiñe de afectividad las representaciones y
contenidos de conciencia que de otro modo permanecerían objetivamente frías y
distantes. En la escala más básica el tono pertenece a algún grado afectivo cuya
gradación va desde la aceptación hasta el rechazo. De ahí que el pensamiento
debe mantenerse muy frío para no verse influenciado en su búsqueda de verdad
por pasiones o sentimientos.
El orden funcional afectivo se desdobla en cuatro escalas
incluyentes: una escala básica sensible, una escala media perceptiva, una
escala mayor emotiva y una escala superior de sentimientos. Para cada escala se
produce un tono o estado de ánimo particular. En la escala sensible el tono es
de necesidad. En la perceptiva, la afectividad es de estímulo. En la escala
emotiva se da el deseo. Por último, la escala de los sentimientos produce
motivaciones.
Por su parte, el orden efectivo se manifiesta al medio
externo a través de la red eferente. Esta red es un sistema neuronal que parte
desde el sistema nervioso central hacia el sistema motor del organismo
biológico. Parte del sistema motor responde a la actividad no consciente del
sistema autónomo de regulación, control y coordinación del cuerpo mismo
(respiración, ritmo cardiaco, temperatura del cuerpo, digestión, etc.) regido
por el gran simpático. Parte responde a las funciones efectivas, o de respuesta
consciente, que consisten en acciones motoras respecto al ambiente. Además, la
función efectiva, al afectar indirectamente a los órganos sensoriales,
especialmente el táctil, en su acción motriz, provee información de su
efectividad al cerebro vía la red aferente. Mediante esta acción
retroalimentadora, la acción de la función efectiva puede ser corregida.
Cada escala de estructuración tiene sus correlativas en los
sistemas cognitivo, afectivo y efectivo. En primer lugar, en la escala de las
sensaciones, punto de partida de la estructuración tanto cognitiva como
afectiva, una de las funciones básicas del sistema nervioso, cuando entra en
contacto con el medio externo, es producir en un mismo acto las sensaciones
cognitivas y las sensaciones afectivas. Las sensaciones, referidas a la escala
de información cognitiva fundamental, o sensorial, captada del medio, portan
también información sensible, la que produce complementariamente un estado
afectivo fundamental de necesidad. Esta primera escala de conciencia, que no
tiene una capacidad mayor para especificar el objeto, trae asociado ya un
elemento afectivo. Este es la sensación de placer o dolor, o una mezcla de
ambos.
La función de la afectividad que acompaña a los elementos
cognitivos que el organismo recibe del medio es ayudar a producir una respuesta
efectiva. La sensación afectiva de placer o dolor aparece como el estímulo más
primitivo y fundamental para exigir respuesta al organismo ante las demandas
del ambiente. La respuesta del sistema efectivo en esta escala básica es la
pulsión. Desde las simples lombrices, las poseen todos los organismos con
sistema nervioso y que pueden de alguna manera u otra reaccionar ante este tipo
de acciones del medio externo. En los seres más evolucionados, que han
estructurado escalas superiores de relacionarse con el medio, este mecanismo
sigue siendo válido en su sistema autonómico.
La evolución biológica ha producido un mecanismo de protección
y desarrollo de los organismos, por el cual los estímulos que producen placer
resultan generalmente beneficiosos para un organismo, y los que producen dolor
le resultan perjudiciales. Un organismo acepta los estímulos que le producen la
sensación de placer y rechaza aquellos que le producen la sensación de dolor.
Aún más, busca activamente y persigue aquello que le produce placer y rehúye de
aquello que le produce dolor. Por tanto, las sensaciones afectivas de placer y
dolor son funcionales para la supervivencia y la reproducción del organismo y,
por consiguiente, son funcionales también para la prolongación de la especie.
En la siguiente escala de conciencia en orden creciente de
estructuración está la conciencia del medio externo. En esta escala se produce
la percepción en el orden funcional cognitivo, y corresponde a la atracción en
el orden afectivo. En el orden efectivo el organismo responde con un instinto
rígido ante un atractivo. A partir de las sensaciones fundamentales de placer y
dolor todos los animales (incluido el ser humano) con sistema nervioso central
y con órganos de sensación consiguen estructurar esta escala. Las respuestas
de esta conciencia ante estímulos externos son afectivamente más complejas. En
dichos estados, las sensaciones fundamentales de placer y dolor han sido
estructuradas, en esta escala, en los estados afectivos siguientes: agrado -
desagrado, ataque - retirada, agresividad - apaciguamiento.
A partir de esta escala el centro afectivo del organismo
biológico persigue activamente aquello que le produce placer y rehúye de
aquello que le produce dolor. Esta actividad se torna agresiva cuando confronta
alguna dificultad, como el enfrentarse a un competidor. De modo similar, el rehuir
de aquello que produce dolor va asociado con el miedo, emoción que reafirma la
acción de rechazo. En consecuencia, el contrario de agresividad es miedo, y un
animal, incluido el ser humano, puede pasar del uno al otro en cuestión de un
instante, pues es la vida misma la que se debe preservar sin arriesgar momentos
vitales en la duda. Deberá actuar aunque se equivoque en su apreciación.
Una escala aún mayor de la estructuración psíquica es la de
la conciencia de lo otro en tanto otro. Allí las percepciones se estructuran en
imágenes, aparecen los instintos más plásticos y se ubican los estados
afectivos más complejos que manifiestan en especial los vertebrados. Sin duda,
la capacidad para tener conciencia de lo otro significó una ventaja adaptativa enorme
en la evolución del sistema nervioso. El otro se impone al sujeto como el
objeto de la relación causal que posibilita o amenaza su supervivencia o
reproducción. Dentro de una conciencia más desarrollada de la conciencia de lo
otro, como en los mamíferos –que en la función cognitiva se constituyen
imágenes más completas–, en la función afectiva se estructuran las emociones
fundamentales de alegría - sufrimiento.
Secundariamente aparecen en esta escala emociones tales como
seguridad - temor, ilusión - desilusión, confianza - desconfianza, euforia -
depresión, simpatía - antipatía, ira - miedo. En esta escala son posibles emociones
mixtas, como los celos, el arrojo, el enojo, la furia, la timidez, la pena, la
soledad, el tedio, el asco y muchos otros más. El erotismo, que es una emoción
tendiente a la reproducción, se estructura en esta escala, teniendo como
algunas de sus unidades discretas el gozo sexual, el atractivo sexual, las
señales sexuales, etc. En esta escala el orden funcional efectivo, propio de
los animales superiores, la respuesta efectiva es instintiva, pero con gran
plasticidad.
La escala superior de la estructuración psíquica, que es el
de la conciencia de sí, es la de las ideas, los conceptos y las proposiciones y
juicios. En esta escala el orden funcional cognitivo pasa a llamarse
propiamente cognoscitivo, pues tiene la capacidad para efectuar complejas
relaciones ontológicas y lógicas. Estas funciones psíquicas pueden ser
efectuadas únicamente por los humanos, que son seres dotados mentalmente con la
capacidad para estructurar conceptos abstractos y razonar lógicamente. Sólo la
capacidad del pensamiento abstracto y lógico permite al sistema nervioso
central, o más apropiadamente a la mente, reflexionar sobre sí misma, adquirir
conciencia de su subjetividad aparte de las cosas y, por referencia a éstas,
llegar a adquirir conciencia de una identidad propia y única, distinta de las
cosas. En la escala de la conciencia de sí, el orden funcional efectivo
corresponde a la acción intencional que se llama voluntad.
Asimismo, en la escala de la conciencia de sí, en el orden
funcional afectivo, se encuentra la estructura de los sentimientos. La
actividad de esta conciencia ante los simples estímulos que producen las
primitivas sensaciones de placer y dolor, y que pasa por la estructuración de
las emociones, es la estructuración de los sentimientos. Los sentimientos
producen la motivación para actuar. Una decisión racional debe estar más
motivada por sentimientos que por emociones. Inclusive la voluntad necesita a
menudo controlar las emociones.
El sentimiento primario, que proviene directamente de las
sucesivas estructuraciones a partir de la sensación de placer y dolor, es el
estado de felicidad – tristeza o angustia. De este sentimiento derivan
secundariamente, en la misma escala, una serie de estados sentimentales de gran
complejidad. Consideremos los siguientes entre otros muchos: amor - odio,
confianza - angustia, valentía - cobardía, esperanza - desesperanza, optimismo
- pesimismo, perdón - venganza, desprendimiento - codicia, euforia -
pesadumbre, arrojo - temeridad, amistad - rencor, sonrisa - congoja. También
esta conciencia estructura reacciones mixtas de sentimientos de una escala de
complejidad superior: arrogancia, melancolía, desazón, amargura, admiración,
arrepentimiento, vergüenza. Por último se producen actitudes de comportamiento
con fuertes elementos sentimentales, como el orgullo, la soberbia, la envidia,
la avaricia y tantas más.
Lo notable es que todas las emociones y los sentimientos son
estados de ánimo complejos a soluciones de supervivencia y reproducción, y que
se estructuran a niveles superiores a partir de las sensaciones más simples de
todas, las de placer y dolor. Además, indirectamente, la conciencia que cada
ser humano tiene de la muerte que fatalmente acabará con su existencia
individual lo impulsa a preservar su propia vida. Aunque también, si la vida se
le presenta difícil y penosa, lo tiente el suicidio en la opción de preferir la
nada antes que la infelicidad.
En la escala de la conciencia de sí, el orden funcional
efectivo corresponde a la acción intencional. En este libro me ocuparé del
orden funcional afectivo propiamente tal que corresponde a dicha escala, que es
también la escala de las ideas y de los conceptos. En esta escala la
efectividad se llama voluntad. El libro lo cierra un capítulo dedicado al
lenguaje humano. Consciente que este tema no pertenece directamente a la
volición, el lenguaje es sin embargo el medio preferente de expresar y llevar a
cabo nuestra acción intencional.
CAPÍTULO 1 - LA ACCION INTENCIONAL
La acción humana se
distingue de la acción puramente animal porque es intencional, y es intencional
porque surge del pensamiento abstracto y racional. Al pertenecer a la conciencia
de sí este pensamiento se proyecta hacia el futuro. Al concebir e imaginar el
curso de la acción la razón puede no sólo prever sus consecuencias, sino que
también valorarlas. El ser humano puede imaginar lo que podría ser y puede
tener una concepción del “deber ser”. En la acción intencional la persona
autodetermina racionalmente sus opciones. El ejercicio de la razón impone la
intención a la acción. La intención tiene un propósito razonado. Entre la
intención y la acción se encuentra la decisión o voluntad, por la cual aquella
se actualiza en acción. La voluntad traduce la intención en acción efectiva a
través de la red neuronal eferente y el aparato esquelético-muscular.
Prolegómeno cognoscitivo
Los seres humanos nacemos como todo organismo viviente
dentro de la realidad misma. La realidad es todo aquello que contiene el
universo, identificándose con éste y siendo cada uno de nosotros parte de ella.
Por tanto, ella se rige por las leyes naturales, aquellas que valen para todo
el universo y que los científicos se desvelan en descubrir. Las leyes naturales
son relaciones particulares de causa y efecto que se repiten inexorablemente
bajo determinadas condiciones. Por lo tanto, la realidad es un fluir de
relaciones causales en la que cada cosa le corresponde ser sujeto y objeto de
causas y efectos de todo orden en las diversas escalas de estructuración, y en
la que cada cosa se mueve y cambia sin cesar, surgiendo, mutando y sucumbiendo.
Algunas causas nos permiten vivir y hasta ser felices y las percibimos
como placenteras. Éstas las buscamos. Otras, que las sentimos como dolorosas,
nos hieren y hasta nos matan. Consecuentemente procuramos evitarlas. Como
causantes de acciones, al igual que todos los organismos biológicos cerebrados,
podemos desequilibrar la balanza del fluir natural en nuestro favor. Es a lo
que los evolucionistas se refieren cuando hablan de la supervivencia del más
apto. Si no nos esmeramos por sobrevivir, perecemos. Así es de simple esta
divina creación cuyo sello es el cambio, la fuerza y el conflicto, y no la
permanencia, la armonía y la paz, como creen algunos ingenuos.
Para un animal la multiplicidad mutable que caracteriza la
realidad entraña tanto peligros como oportunidades, y si es hábil puede hacer
lo mejor de sí, pudiendo encontrar abrigo, cobijo y alimentos. Aunque depende
en gran medida de sus instintos, a través del ensayo y el error un animal, y
también un ser humano, descubren las relaciones de causa y efecto y va
conociendo dónde y cómo encontrar su sustento para satisfacer sus necesidades,
dónde hallar cobijo, cómo evitar al depredador. Un error grave le puede costar
la vida y no tendrá nunca más posibilidades de ensayar.
Los seres humanos nos diferenciamos de los demás organismos
vivientes porque no dependemos tanto del instinto. Somos más capaces para
llegar a un mayor conocimiento práctico gracias a que podemos generalizar con
mayor facilidad las relaciones de causa y efecto y transmitir este conocimiento
con total fidelidad y en todos sus detalles a nuestros semejantes. También nos
diferenciamos porque logramos elaborar el pensamiento teórico del cual
derivamos el conocimiento de las relaciones causales. En fin, nos diferenciamos
porque podemos objetivar la realidad y oponernos a ésta como sujetos conscientes
de sí mismos. Es decir, nos diferenciamos de los demás organismos vivientes
porque podemos realizar las operaciones cognitivas de manera más eficiente que
ellos. Sin embargo, nos diferenciamos de los animales, no sólo porque nuestra
capacidad de pensamiento racional y abstracto nos permite conocer la realidad
como otros animales la perciben: una multiplicidad de cosas que cambian, sino
que para nosotros nos es posible encontrar en la multiplicidad mutable el
orden, la unidad, la belleza, y hasta el sentido.
Nuestro intelecto va creando un mundo conceptual que está
referido al mundo real. El mundo conceptual está lejos de ser una copia del
mundo real, como los positivistas ingleses suponían. Tampoco el mundo
conceptual es eterno, como Platón creía. El mundo conceptual está referido al
mundo real tal como Aristóteles pensaba, que todo lo que está en aquél proviene
de éste a través de la experiencia. Esto quiere decir que todo lo que existe en
el mundo conceptual proviene del mundo real. Sin embargo, la naturaleza de
ambos mundos es muy distinta. El mundo real es de cosas concretas, tangibles,
capaces de ser causas y efectos. El mundo conceptual es de ideas abstractas,
intangibles; no produce causas ni es afectado por efectos, sino que se
desenvuelve en la construcción de relaciones ontológicas y lógicas.
Lo que une a ambos mundos es que las ideas se refieren a las
cosas. De hecho, la verdad es la concordancia de la idea con la cosa que
representa. La verdad en la realidad está oculta. Antes que ella surge el mito,
y éste es una explicación suficientemente plausible de la realidad, siendo la
cultura, junto a sus gurús, la cinta transportadora encargada de envolvernos en
sus lazos. De hecho, el grueso de las creencias que dan sustento a nuestros
conocimientos es mitológico, resultando por ello tan difícil hallar la verdad.
Y sin embargo, la verdad nos permite la vida en libertad.
La concordancia que produce la verdad no es una relación uno
a uno, sino que es una relación ontológica. Muchas cosas distintas del mundo
real pueden caber en una sola idea. Lo abstracto tiende a lo universal y
referirse a muchas cosas. Por ser abstracta, la idea trasciende al tiempo y el
espacio. Nuestra mente puede jugar con las ideas y puede no sólo relacionar
muchas cosas concretas similares, como el gato Micifuz, el gato Tom y el gato
egipcio del vecino en el concepto o idea ‘gato’, sino que puede relacionar
conceptos, como gato, tigre, leopardo y león en el concepto aún más abstracto y
universal de felino.
También nuestra mente puede efectuar relaciones lógicas con
las ideas y llegar a conclusiones ciertas que no estaban implícitas en las
premisas. Adicionalmente puede simbolizar ideas hasta el punto de perder todo
vínculo con éstas y someterlas a la lógica, como en las matemáticas. Lo
interesante de todo esto es darnos cuenta que la mente humana puede construir
todo un mundo conceptual a partir de una realidad tan concreta como compleja.
Ello es posible porque la realidad de cosas múltiples y mutables en un caos
aparente posee un orden que es justamente el de sus leyes naturales.
Acciones instintiva e intencional
Toda acción biológica es en cierta
medida una reacción a una acción del medio, sea este interno o externo. En este
sentido los conductistas tienen razón. Por ejemplo, las acciones autónomas
pertenecen al sistema nervioso autónomo regido por el gran simpático, y muchas
acciones que son esenciales para la supervivencia pertenecen a este sistema, el
que controla el ritmo cardiaco, la respiración, el movimiento intestinal y
urinario, la temperatura del cuerpo y de la piel, entre otros. Algunos yogas
dedican su vida para ejercitarse y dominar este sistema.
A diferencia de la acción autónoma,
la acción consciente de un animal es una acción instintiva, pues proviene no del
sistema nervioso autonómico, sino que del sistema nervioso central. La
cognición en un animal se estructura hasta la escala de las imágenes, por lo
que no es capaz de un pensamiento conceptual abstracto ni lógico. En
consecuencia, su respuesta al medio trata de una reacción o respuesta informada
(sólo hasta esa escala) a una acción del medio externo y por la cual activa sus
propios mecanismos que es capaz de controlar.
En el animal el significado de
“informada” es tanto el conocimiento derivado de la conciencia de lo otro como
la escala de la información que dispone y que pertenece a la imagen. El
instinto no es otra cosa que la asociación de una imagen, tanto percibida como
recordada, a una emoción. El instinto se refiere a formas innatas (hereditarias)
de comportamiento que el individuo adapta a las condiciones particulares. La
conciencia que la estructuración de imágenes puede proveer se refiere sólo a
la existencia de las cosas como externas al sujeto, incluyendo su propia existencia,
pues no es reflexiva. El animal actúa por instinto porque su cognición no tiene
la capacidad para una acción deliberada. Debe responder a llamados según sus
deseos y sus experiencias dentro del estrecho margen relativo de sus imágenes,
las que están reforzadas por sus emociones.
El ser humano es plenamente un
animal, pero con una diferencia fundamental que lo distingue del resto de los
animales, y es que es capaz de pensar tanto en forma racional o lógica como
abstracta o conceptual. Esta forma de pensamiento lo capacita para deliberar
antes de actuar. La acción propiamente humana no es simplemente una acción
instintiva, aunque también puede serlo. Ella no es tampoco únicamente una
reacción autónoma que surge simplemente de imágenes ante algún estímulo. La
acción propiamente humana es una acción por la cual la persona autodetermina
racionalmente sus opciones o alternativas. El ser humano, por su capacidad para
abstraer imágenes y llegar a la escala de las ideas, donde su pensamiento
ejecuta relaciones lógicas con ellas, puede razonar. De este modo, a diferencia
de la acción instintiva, la acción humana es intencional.
Esta actividad intelectual le permite,
a través de la reflexión, tener conciencia de sí mismo como sujeto de la
acción, sabiendo en consecuencia que su acción puede no sólo afectar tanto a un
objeto como a sí mismo, sino que también saber el modo que su acción puede
afectar al objeto y a sí mismo. La efectividad de la acción humana se
caracteriza porque es volitiva. Antes de actuar, el ser humano razona, delibera,
pondera, cavila, reflexiona e intenciona según el conocimiento que tiene de la
situación y de la finalidad que busca y desea, adecuando su acción a sus capacidades
y a las condiciones externas. La intención tiene, por lo tanto, un propósito
razonado que el individuo puede alcanzar por su propia voluntad.
Todos los animales superiores
actúan de modo instintivo para satisfacer alguna necesidad que su deseo les
presenta; sólo los seres humanos actuamos además tras haber razonado sobre el
propósito de una acción. A pesar de que el actuar tras haber imaginado la forma
más adecuada de obtener lo que se desea es común a todos los animales
superiores, únicamente el ser humano es capaz de imaginar no sólo lo que es,
sino lo que podría ser. Además, no sólo puede imaginar el curso de la acción,
sino que aún más importante, él puede tener una concepción abstracta del “deber
ser” y puede prever hasta qué punto el efecto de su acción será compatible con
su concepción de su deber ser. Su intelecto puede pasar de imágenes a conceptos
abstractos, originados por las síntesis de imágenes, y retroceder para llegar a
una nueva imagen inédita que él crea y establecerla como objeto deseable de la
acción, pudiendo juzgar si es o no compatible con su conocimiento de lo justo,
lo ético y lo moral.
La voluntad de ser es netamente
humana, y se diferencia del ansia de ser que es común a todo ser con sistema
nervioso central. El ansia es sinónimo de desasosiego, inquietud, angustia,
zozobra, congoja, intranquilidad, desazón, agitación, alarma, preocupación,
perplejidad. Esta ansia proviene de la necesidad biológica de todo animal por
sobrevivir frente a una realidad que aparece tanto peligrosa para la propia
integridad como también benéfica para su preservación. En cambio, la voluntad
de ser nace de la conciencia de sí, por la cual el ser se observa a sí mismo y
sus propias carencias y debilidades, junto con sus virtudes y fortalezas,
frente a metas que se destacan como posibles y deseables. Surge al poder
concebirse a sí mismo con potencialidades que son posibles de desarrollar y
afianzar. Resulta de la evaluación del esfuerzo que se debe desarrollar para
alcanzar la meta. Este objetivo buscado por la razón implica someter y dominar
las pasiones y emociones que son funcionales en el propósito biológico del
ansia de sobrevivir. En el caso de los seres humanos, la razón toma el mando y
determina lo que es más conveniente para alcanzar lo que propone. Este cambio
en el control de la acción resulta pasar a un medio dominado por la moral.
Un par de ejemplos podrán describir
la diferencia entre un animal y un ser humano. Me remitiré en primer lugar al
conocido reflejo condicionado propuesto por Iván Pavlov (1849-1936). Tras
experimentar con perros observó que éstos salivaban al escuchar una campanilla.
Anteriormente la había hecho sonar cuando se les presentaba comida. Determinó
que ellos aprenden a relacionar el sonido de la campanilla con la comida y
concluyó que logran establecer una asociación entre ambas imágenes. Por su
parte, Wolfgang Köhler (1887-1967), de la escuela de la Gestalt , en sus
experimentaciones con chimpancés, infirió que el discernimiento cumple una
función principal. Un antropoide estudia primeramente el problema por un tiempo
y comprende de un golpe la solución. La explicación radica en que el antropoide
en cuestión obtiene una solución, en este caso, ¿cómo alcanzar el racimo de
plátanos?, a partir de elementos dispersos, en el ejemplo, un cajón y una
corta vara. El animal consigue sintetizar las imágenes funcionales de cada
elemento: el cajón logra acercar su cuerpo al racimo de plátanos, la vara cubre
la distancia faltante entre su mano y los plátanos, y en un instante producir
una estructura psíquica en una escala superior, la combinación de estas
imágenes funcionales en una imagen funcional completa. Tiene un chispazo, pero
no en forma analítica ni lógica, que es un método alternativo que sólo podría
efectuar un ser humano para obtener una solución. Simplemente, el chimpancé, o
cualquier otro animal superior, incluyendo al ser humano, pueden imaginar
estructuras funcionales a partir de imágenes que constituirán sus
subestructuras.
A diferencia de la acción de un
animal, la acción humana resulta mucho más compleja, pues intervienen no sólo
asociaciones de imágenes, sino que también su pensamiento abstracto y lógico.
Este es el caso de un ama de casa que pasea aparentemente tranquila por los
pasillos del supermercado con su carrito de compras. Al pasar por la sección
del arroz, se detiene, y en una acción que no demora más de un par de segundos,
saca un paquete de arroz de un kilogramo de arriba de una de las pilas y lo
coloca cuidadosamente en un lugar del carrito. En dicho tiempo su mente ha
tenido una sucesión muy rápida de imágenes y pensamientos. La percepción de los
paquetes de arroz de todas marcas y tamaños en el estante le ha recordado que
la existencia de arroz en su cocina es escasa; el precio que observa en un
paquete de una marca que conoce por buena calidad y está dentro de su
presupuesto de compras y del dinero que lleva en su cartera; además, recuerda
que el arroz está dentro de su programa semanal de compras; estaciona el
carrito próximo al estante de arroz para dejar que la persona que viene detrás
de ella pueda seguir adelante; al observar la marca, recuerda que la anterior
vez el arroz estuvo delicioso; entre los diversos tamaños, decide por el
paquete de un kilogramo, pues razona que es un peso adicional que puede cargar
fácilmente una vez que haya hecho la totalidad de la compra y, por otra parte,
no está tan absolutamente segura de la buena calidad del arroz como para
arriesgarse a llevar el paquete de tres kilogramos; equilibrando el cuerpo y
ejerciendo la fuerza supuesta en su brazo, retira cuidadosamente el paquete
superior de la pila para evitar que ésta se desmorone; observa la persona que
está pasando por su lado para ver si la conoce; mientras lleva el paquete al
carrito, revisa que su envoltorio esté intacto; lo deposita acostado en la
parte delantera del carrito, sobre el paquete de azúcar y al lado del de
fideos, imaginando que sobre aquél podrá colocar el paquete de puré en polvo
que aún debe comprar; había programado que la carga de almacén será la que
pondrá primero en la correa transportadora cuando llegue a la caja; conforme con
su elección, reanuda su paseo de compras, mientras observa el estante del
aceite, un poco más adelante.
La acción humana
Toda fuerza existente en el
universo pertenece a uno de los cuatro tipos de fuerzas fundamentales, al menos
hasta donde se conoce. Ninguna de las fuerzas que causen o que afecten a los
seres humanos escapa de esta condición. De otra manera, nuestras acciones no
podrían tener efecto alguno sobre las cosas que nos rodean, ni tampoco nosotros
mismos estaríamos sujetos a la causalidad natural, pues toda estructura en el
universo, incluido el ser humano, es funcional tan sólo en relación a aquellas
fuerzas. Postular algún tipo de fuerza o energía que no pertenezca al mundo
físico y que no pueda ser conocida por la física es entrar directamente en el
terreno de la imaginación, del esoterismo o de la fábula, propio de la
ciencia-ficción, de magos, adivinos y parapsicólogos, o de mitologías. Por
tanto, la acción humana siempre pertenece al orden universal de las estructuras
y las fuerzas. Un individuo, que es una estructura funcional particular, ejerce
fuerza a través de su propia acción, y su efecto es la estructuración o
desestructuración de algo. Asimismo, su misma acción también estructura y/o
desestructura parte de su propio ser en tanto estructurado, por lo que es
propio decir que un ser humano se puede auto-estructurar mediante su acción.
Sin embargo, a diferencia de la
causalidad natural que de modo absolutamente determinista tiene siempre por
término efectos según las leyes naturales que rigen el universo, sólo la
causalidad humana tiene una finalidad que pertenece a un orden distinto del
determinismo natural. Aunque basada en las fuerzas fundamentales y
perteneciendo a las fuerzas propias de la naturaleza, la acción causal propiamente
humana se distingue de todas las acciones causales del universo en cuanto posee
una finalidad intencionada (no me estoy refiriendo al concepto husserliano de
intencionalidad que se relaciona con los objetos representados) que se proyecta
hacia el futuro, porque es deliberada.
Así, pues, la acción humana es
intencional porque persigue una finalidad que ha sido meditada, pensada,
ponderada, razonada, planificada y hasta imaginada como proyecto de futuro, en
términos de una determinación de las múltiples posibilidades. Y aunque la mente
se mueva dentro de un contexto estructural de valoraciones, significados,
sentidos, sentimientos y emociones, es suficientemente libre para razonar y
llegar a determinar libremente el curso de la acción. En síntesis, la acción
humana es intencional porque el individuo se sabe, reconociéndose a sí mismo,
como sujeto de una acción, a la cual le ha dado un propósito que ha deliberado
o razonado. Por lo tanto, únicamente el ser humano, de todos los demás seres
del universo, es capaz de liberarse del condicionamiento natural, determinista,
afectivo y hasta ritual, cuando ejecuta una acción intencional.
La intención se basa en la
capacidad, no de conocer el futuro, sino de pensarlo e imaginarlo. En
comparación, la acción de un animal es sólo inmediatista, conteniendo una
decisión muy simplificada, cuando no es tan sólo una simple respuesta a un
estímulo. A pesar de que la acción humana nace de una mente que surgió
evolutivamente para permitir al ser humano sobrevivir y reproducirse mejor, la
capacidad racional supera tanto el instinto como la automaticidad de los
mecanismos biológicos desarrollados por la evolución para dichos propósitos.
La vida es energía que se consume en el esfuerzo para sobrevivir y
reproducirse; la vida humana es energía que se consume además tras un proyecto
de futuro que la razón ha estructurado como posibilidad. En cada instante es
experiencia pasada y posibilidad futura.
Naturalmente, un ser humano no es
solamente una entidad racional que actúa objetiva y fríamente según parámetros
abstractos y lógicos. Él es también un ser sujeto a la afectividad. Como
cualquier animal, busca, en función de la mecánica de la supervivencia y la
reproducción, el gozo y el placer, y rehúye el sufrimiento y el dolor. Como
todo ser emotivo, experimenta intensamente las emociones de vivir, siendo, por
ejemplo, profundamente afectado por el aroma de las flores, la tibieza del Sol,
la frescura del agua, la suavidad de la brisa, la placidez del descanso, el
sabor y la satisfacción de la comida, el calor de la compañía, la ternura de la
amistad. Además, la razón incrementa la escala de la afectividad para
comprender los sentimientos, y produce una funcionalidad de una escala superior
a la acción, confiriéndole una perspectiva plena de sentido y propósito dentro
de un contenido moral, pero donde la felicidad, la tristeza, el amor, el odio y
muchos otros sentimientos más confieren la coloratura a la fría razón. Se
supone que un ser humano es civilizado en proporción a su capacidad para
dominar sus sentimientos y emociones en función del buen razonar. Es lo que lo
hace caballero con honor y dignidad.
Características de la acción
El ser humano es único entre todos
los seres del universo. La ciencia, cuando estudia al ser humano, no puede
pretender constituirse en exacta debido a la incertidumbre que el elemento
racional impone. La evaluación razonada que cada ser humano efectúa en cada
situación concreta contiene una multiplicidad de elementos axiológicos y
lógicos, volitivos y condicionados, libres y compulsivos, cognoscitivos y
emotivos. Se comprende entonces que los resultados de su evaluación sean tan
radicalmente singulares. La fuerza que ejerce la libertad humana en la acción
(que es lo único posible de ser estudiado por la ciencia) escapa necesariamente
de la posibilidad de ser prevista, e incluso medida, por la ciencia humana.
Sin embargo, las ciencias sociales
son verdaderamente ciencias en cuanto estudian la mecánica determinista de la
acción humana, que es la relación causal de su conducta. Esto que parece
contradictorio, o al menos paradojal, ocurre porque la acción humana libre es
análoga a la acción de una causa natural respecto a una escala superior. La
diferencia es por supuesto que, mientras la libertad de una acción humana es
singular, una acción natural pertenece al azar. En este sentido, ambas son
indeterminadas. Pero desde la perspectiva de una escala superior, ambas pueden
circunscribirse a la estadística. La ley de la oferta y la demanda de la economía,
por ejemplo, funciona como ley natural, a pesar de que cada individuo humano
puede actuar con la más completa libertad en el mercado y hasta comprar algo
por lo malo, feo y caro.
De manera que puesto que la
multiplicidad de acciones humanas que concurren en el mercado puede someterse
a la estadística, objeto de estudio de la econometría, la relativa escasez o
abundancia de las mercaderías alcanzan un grado muy alto de determinismo y
predicción, lo que se refleja en los precios. La consideración del fenómeno en
una escala superior permite a la economía expresar conclusiones perfectamente
válidas que se pueden utilizar para formular políticas económicas casi tan
certeras como la predicción de un eclipse de Sol. En este ejemplo de las
acciones económicas, al parecer sólo el grado de tranquilidad económica, que
depende de factores puramente emotivos, pero que puede afectar profundamente la
actividad económica, es imposible de pronosticar.
La acción propiamente humana no
consiste en la capacidad de elegir entre una multiplicidad de medios para
obtener un fin deseado. Esa capacidad la pueden ejercer todos los seres con
sistema nervioso central con mayor o menor habilidad. La acción humana consiste
en actuar según una intención consciente ligada a una finalidad razonada. Por
ello, el ser humano, al igual que el resto de los animales superiores, no sólo
es capaz de desear un fin y buscar los medios para alcanzarlo, sino que también
de concebir un fin y hasta de crear los medios para obtenerlo. Lo primero es
una acción dirigida a la satisfacción de apetitos que son funcionales a la
supervivencia y a la reproducción; lo segundo es una acción intencional que se
origina en la capacidad de razonar, fruto del pensamiento conceptual-lógico, y
esto es exclusivamente humano. Las acciones humanas no deliberadas no son
intencionales y pertenecen a la causalidad determinista del universo.
Del mismo modo como el término de
la acción de todos los seres vivientes, incluido el ser humano, es la
supervivencia y la reproducción, el término de la acción propiamente humana es
la determinación razonada de las múltiples posibilidades u oportunidades que
se le van presentando a un individuo, incluso al margen del contexto biológico
de la supervivencia y la reproducción. De hecho, la acción intencional es mucho
más que una respuesta a los simples anhelos de supervivencia y reproducción,
pues se desenvuelve dentro de un contexto moral.
Una acción causal propiamente
humana transcurre en el tiempo: posee un antes que razona, una fuerza volitiva
actuante en el presente y un después causado. Antes de desencadenar la acción,
el sujeto humano estructura los elementos racionales que imprimirán a la
acción su intencionalidad, formulando planes de futuro y programas de conducta.
En la estructuración de los planes de futuro existe un proceso de evaluación y
ponderación razonada, un juicio a partir de lo que conoce y de lo que pretende,
de las diversas posibilidades de acción y una concepción de qué ocurrirá al
término de la acción, acompañada o no de imágenes.
Uno podría suponer que todo este
complejo proceso es propio de alguna fuerza inmaterial. Sin embargo, todo aquél
ocurre en nuestra mente que ocupa la aparentemente débil fuerza electroquímica
que opera en la compleja estructura nerviosa de nuestro cerebro, el que según
los estudiosos pesa entre 1200 y 1400 cc y tiene la apariencia de una masa
gelatinosa de color grisáceo. Allí se relacionan tanto imágenes como relaciones
de imágenes, que son las ideas, y relaciones de relaciones de imágenes e ideas
tan abstractas que no tienen relación a imagen alguna, que son los juicios. Son
estas últimas relaciones las unidades discretas del raciocinio y las que
imprimen la intencionalidad a la acción al valorar tanto sus probables costos y
beneficios para sí y para otros, como también su oportunidad. Posteriormente,
la red eferente del sistema nervioso porta las señales de lo decidido al
sistema muscular-esquelético para que ciertos músculos se contraigan o se
dilaten de cierta manera con el objeto de llevar a cabo la acción intencionada.
La decisión
Entre la intención y la acción está
la decisión, que también se denomina voluntad. La decisión es actualizar,
colocando en el presente una intención dirigida hacia un futuro indeterminado.
Esto es especialmente importante en dos sentidos: por una parte, establece la
oportunidad de la acción. Un gato que no da el zarpazo precisamente cuando el
esperado ratón ha llegado a su alcance, se quedará sin su alimento. Por la
otra, ordena la secuencia respecto de las otras acciones de un proceso.
La decisión traduce la intención en
acción valiéndose de la capacidad de la red neuronal eferente, que se ramifica
por toda la estructura muscular, para amplificar la débil fuerza de una
intención, ubicada en la estructura cerebral, en una fuerza capaz de comandar
el aparato motor, o sistema muscular-esquelético, del individuo. Es interesante
advertir que la estructura muscular-esquelética es la unidad funcional que
tiene un individuo para afectar el medio externo, y que la estructura nerviosa
eferente, semejante a la aferente que sirve para captar y conducir las
sensaciones al sistema nervioso central y que es coordinada por éste, comanda
la estructura muscular-esquelética mediante señales nerviosas precisas que son
amplificadas por los músculos que ha seleccionado en la dirección, con la
fuerza y la velocidad preseleccionadas. También el apetito simplemente
biológico, que emana del instinto, utiliza el mismo mecanismo que la voluntad,
comandando la estructura muscular-esquelética, en cuanto función del individuo
hacia el medio externo, en procura de ser satisfecho.
La decisión da la orden que manda a
las manos asir con una determinada presión un hacha por el mango, y a los
brazos descargarla con determinada potencia y precisión sobre un pedazo de
leña; también comanda un dedo dirigirse hacia un botón y apretarlo con una
intensidad determinada, una mano girar un volante a una cierta velocidad o
mover una palanca en una dirección y hasta un punto seleccionado, movimientos
que permiten operar una potente máquina, prolongación del cuerpo humano, para
actuar sobre el medio, centuplicando la fuerza muscular. La decisión pone una
idea en persuasivas palabras cuando comprime el aire de los pulmones sobre las
cuerdas vocales y mueve, concertando, lengua, mandíbulas y labios para regular
un tono, una intensidad y un ritmo de voz seleccionadas intencionalmente, al
tiempo que ordena a los músculos faciales gesticular y al cuerpo acompañar con
ademanes significativos para reforzar la intención.
La intensidad y la magnitud de una
acción intencional depende de la mayor o menor cantidad de fuerza que una
persona logra controlar. Esta cantidad es igual al poder que la persona realmente
posee. Poder debe entenderse como la capacidad para ejercer fuerza. El poder es
utilizado corriente y primariamente como un medio para satisfacer las
necesidades biológicas de supervivencia y reproducción. Una persona con escaso
poder apenas conseguirá acaso sobrevivir. Una persona con gran poder podrá
hasta dirigir según su propia conveniencia la voluntad de otros, más atareados
en sobrevivir, a cambio de ofrecerles o prometerles mejores oportunidades de
supervivencia. La posesión de poder depende de circunstancias objetivas que
varían en proporción a la posesión de poder. Desde antiguo se han tipificado
deseos enfermizos de poder: la codicia es el ansia de conseguir el mayor poder
posible; la avaricia es el ansia de retener el poder; la envidia es el ansia
por poseer el poder de otro; la soberbia es el ansia de utilizar
desproporcionadamente el poder, la lujuria es el uso del poder para la
satisfacción de deseos puramente sensuales. Cuando existen tantas pasiones, la
mejor razón a menudo carece de suficiente fuerza para imponerse.
Cuando la acción desencadenada
tiene por término lo que se ha intentado, retroalimenta la intención de modo
que la decisión busca con avidez llevar a cabo lo que se intenta. Si el fin
realizado fue el intentado, la decisión se verá reforzada para una próxima acción,
al tiempo que ha ganado experiencia. Las experiencias tanto de éxitos como de
fracasos producen comportamientos psicológicos determinados que pueden ser
analizados, pues cumplen con patrones específicos. Por último, como el término
de la acción es una determinación consciente y voluntaria de las diversas
posibilidades, la libertad es la capacidad para determinarlas.
CAPÍTULO 2 - LA AUTODETERMINACIÓN
La
acción humana es libre porque antes de la acción existe una deliberación
razonada. La libertad es la posesión de alternativas que son conocidas por el
sujeto y es independiente de determinismos externos. La libertad de la acción
humana consigue la auto-estructuración personal en los ámbitos intelectual,
afectivo y moral. La acción intencional construye tanto las propias virtudes
como los propios defectos. La acción intencional, libre y razonada, surge en
una primera instancia de la conciencia reflexiva, o de sí, y más intensamente
brota de la conciencia profunda.
La libertad y la autodeterminación de la
acción intencional
La acción humana es libre. No lo es
en el sentido dado por David Hume (1711-1776) “de un poder de actuar o de no
actuar, de acuerdo a las determinaciones de la voluntad.” Lo es en cuanto se
dan dos factores: primero, la existencia de deliberación razonada antes de la
acción; segundo, la existencia de condiciones objetivas para llevarla a cabo.
Por lo tanto, la libertad humana es el poder de actuar de acuerdo a la propia
voluntad racionalmente determinada.
La libertad de la acción intencional es manifiesta según las siguientes dos
condiciones: primero, la condición de ser objetivamente libre, lo que implica
tanto el saber como el actuar dentro del ámbito del ejercicio del derecho de
ser libre; segundo, el sentirse subjetivamente e íntimamente libre, estado que
se obtiene en su plenitud con la conciencia profunda.
La libertad no consiste en elegir
una alternativa, sino en la posesión objetiva de alternativas. Además del
conocimiento y la experiencia, muchas veces las posibilidades de mayores
alternativas son productos del pensamiento creativo. No obstante, aunque es
útil la posesión de la mayor cantidad de alternativas posibles para llegar a
una buena elección, la que refleja un estado de estar liberado de
condicionamientos, lo que importa es que a través de la acción libre se está
determinando una de estas alternativas según una finalidad. En consecuencia, la
libertad propiamente no es una “libertad de”, sino que es una “libertad para”.
Lo anterior no significa que la acción
humana sea libre en forma absoluta; la acción libre está condicionada por
factores de toda índole: genéticos, culturales, afectivos, cognoscitivos,
emotivos, físicos; y se desarrolla en combinación con otras múltiples fuerzas.
Estos factores conforman una compleja estructura que casi determina la acción
“libre”, al modo de la tragedia griega, donde el ser humano es casi el juguete
del determinismo del destino y la fortuna. La acción humana se mueve en
espacios relativos de libertad. Hasta el poderoso más liberado tiene límites en
sus espacios de libertad. Hasta el esclavo más sometido tiene sus propios
espacios de libertad.
Nuestra libertad, cuando es
ejercida, queda determinada. No sólo no podemos hacer todo lo que queremos, y
cuando hacemos algo, optando por algún curso de acción que determinamos,
cerramos las posibilidades para hacer otras cosas. Un bachiller que elige la
carrera de medicina, en el mismo acto de elegir, está cerrando sus opciones por
otras carreras de modo virtualmente irreversible. No sólo es válido el conocido
dicho: “tu libertad termina donde comienza la mía”, también es cierto que al
tiempo de ejercer la libertad se está limitando los espacios de libertad por
una de las alternativas posibles. Una vez que se elige libremente una alternativa
de las posibles, la libertad se determina a la acción dentro de dicha
alternativa. Ciertamente, la elección de cualquiera de las alternativas trae
consigo nuevas alternativas que determinar.
La acción es menos libre en la
escala de la conciencia de lo otro, pues los mecanismos causales son bastante
determinados y las condiciones están bastante dadas. Un animal enfrentado a
otro tiene sólo dos posibilidades: atacar o huir. En la escala de la conciencia
de sí, el efecto de una acción humana lleva impresa el sello de su libertad,
pues, a pesar de todos los mecanismos y factores condicionantes, y hasta
determinantes, existe una intencionalidad y una deliberación previa al
desencadenamiento de la acción llenas de significados y valoraciones. En fin,
en la escala de la conciencia profunda, terreno de lo moral, la acción humana
es tan indeterminada como imprevisible.
Desde una perspectiva inversa, el
ser humano está condicionado por fuerzas propias del modo determinista del
funcionar de las cosas, donde el azar del indeterminismo fundamental está, nos
guste o no, desprovisto de significaciones ulteriores, sean éticas o morales.
Además, una acción libre puede ser motivada por sentimientos y hasta emociones,
pero no puede ser controlada por estas manifestaciones de la afectividad. La
razón debe permanecer fría para deliberar y ponderar, sin verse presionada por
las necesidades de respuesta que presenta la afectividad. Se sabe que las
pasiones son malas consejeras y ofuscan la razón.
En consideración a la deliberación
previa que la razón efectúa, la acción verdaderamente libre tiene como
condición el conocimiento. Mientras más y mejor se conoce, menos posibilidades
hay de estar apresado por la ignorancia a algunas pocas alternativas. El
conocimiento posibilita la capacidad para actuar más libremente, pues abre
mayores alternativas. En realidad el conocimiento incrementa la conciencia que
se puede tener tanto de algo como de sí. A mayor conocimiento de la historia,
la geografía, la realidad, etc., mayor conciencia se tiene de las cosas y de sí
mismo en relación con éstas, y mejores y mayores son los elementos que entran
en una deliberación. Un mayor conocimiento produce un estado de mayor libertad,
pues el conocimiento rompe con los condicionamientos de prejuicios y mitologías.
La acción propiamente humana, por
ser intencional, es autónoma. Nace de su razón y la ejecuta su voluntad libre.
Para ejercer su autonomía, requiere como condición fundamental la independencia
de voluntades ajenas y de determinismos propios del universo natural. La acción
de un funcionario, por ejemplo, no es libre, sino que el deber de su cargo le
impone una conducta determinada. El deber sustrae su autonomía. Su
responsabilidad no es por la acción misma que efectúa, sino por el cumplimiento
del deber. Quien obedece a una autoridad no es autónomo: su libertad la ejerció
en el momento de decidir autónomamente obedecer, si acaso tuvo tal oportunidad.
No obstante, desde la perspectiva de la escala mayor de la conciencia profunda,
un funcionario es siempre moralmente responsable por las acciones que realiza.
Nadie puede legítimamente recurrir al expediente de la obediencia ciega para
justificarse moralmente. Otra cosa es que reciba o no una sanción legal o
ética.
Del mismo modo, el determinismo
natural impone ciertas condiciones para la acción autónoma, pero no constituye
un impedimento invencible para un sujeto con plena conciencia que actúa dentro
de los márgenes abiertos que aquél deja a la acción deliberada. En cualquier caso,
la renuncia a la autonomía es una renuncia a ser más humano, que es la
posibilidad de crecer y auto-estructurarse. También se renuncia a la autonomía
cuando se elige evadir la realidad tanto cuando se busca sumergirse en drogas y
alcohol como cuando se persigue el refugio de los prejuicios y la ignorancia
evitable.
La fuerza intencional tiene como
característica la originalidad. La conducta imprevisible, que no obedece a
mecanismos naturales, proviene de la capacidad que tiene el ser humano de pensamiento
racional, el que le permite organizar sistemas propios de relaciones de
conjuntos de ideas. Éstos evalúan las cosas y sus acciones, conciben
finalidades y dirigen su propia acción. El ser humano es un creador original
que moldea e influye, con un mayor o menor conocimiento de las técnicas y la
comunicación, su propio medio y la voluntad de sus semejantes según
finalidades intencionales. Como productor busca hasta superar los límites del
universo. Su éxito es relativo de la misma manera como el universo y él mismo
son relativos.
La fuerza creativa plasmada en el
arte es aquella producción humana no necesariamente utilitaria, pero cuya
belleza intrínseca porta ocasionalmente un contenido trascendente y misterioso
que es intuido con mayor o menor intensidad. Esta especial manifestación de
creatividad es un indicio significativo de no sólo sus aspiraciones para
transcender los límites del universo, sino también de una necesidad para
intuir una realidad que lo transciende.
La auto-estructuración a través de la
acción
La cultura occidental ha sido
influenciada profundamente por las doctrinas de Platón (ca. 428 a . C./427 a. C. – 347 a . C.) y san Agustín de
Hipona (354-430), de las cuales las posturas más conservadoras y autoritarias
suelen nutrirse. Ambos fueron testigos de la destrucción de sus respectivos
modos de vida. Platón asistió a los terribles efectos de las guerras del Peloponeso
que destruyó para siempre el poderío y la hegemonía de Atenas. Por su parte,
san Agustín fue espectador de la decadencia y disolución del Imperio romano, el
que culminó con las invasiones de pueblos bárbaros. Éstos, se supone, incluso
terminaron trágicamente con la vida del santo. Agustín había sido poderosamente
influenciado por Platón vía Plotino y los neoplatónicos, recogiendo su
pesimismo respecto a la naturaleza del ser humano. La cultura occidental, con
sus poderosas raíces introducidas hondamente en el agustinismo, porta una
poderosa carga de prejuicios sobre la perversa naturaleza humana que por sí
misma no logra alguna acción del agrado de Dios, de modo que a muchos les es
difícil aceptar que la libertad de la acción humana pueda conseguir la
verdadera auto-estructuración personal.
La acción propiamente humana,
cuando produce un efecto en algún objeto, genera también, de alguna manera, un
efecto en el mismo sujeto. A través de su acción, el ser humano se va no sólo
autodeterminando, sino que también auto-estructurando. Heidegger señalaba que
un ser humano es posibilidad, pues tiene el poder ser. Diré además que tiene la
posibilidad de irse estructurando a sí mismo. Se auto-estructura en forma
análoga a la forma como se estructura todo ser biológico a través de la acción
sobre otras cosas. Cuando un organismo biológico come, se alimenta; cuando corre,
fortalece sus músculos; cuando actúa, se auto-estructura. Pero mientras la
auto-estructuración biológica compete al fenotipo del organismo individual, la
estructuración personal es a la vez intelectual, afectiva y moral.
La acción intencional no es neutral
con el sujeto, pues su personalidad se auto-estructura con sus propias
acciones. Las virtudes y los defectos se van construyendo por la acción
intencional. Cuando en la intención hay amor, que es el anhelo de hacer el
bien, lo que supone valorar tanto las cosas externas como uno mismo en una
justa medida, se va estructurando una personalidad virtuosa. Por el contrario,
el odio, el egoísmo y la egolatría engendran una personalidad desintegrada. En
consecuencia, ni la armonía ni la asimetría de la auto-estructuración son
independientes del deber ser.
Además, el ser humano se
auto-estructura a través de su acción cognoscitiva. Cuando estudia, se
instruye; cuando experimenta, aprende. Conocer algo es adquirir conciencia de
aquello. Como la escala de conocimiento depende de la escala de conciencia que
el sujeto ha ido estructurando, también ocurre lo propio con la escala de auto-estructuración.
Sobre esta auto-estructuración
conviene hacer un par de reflexiones. Primero, para conocerse a sí mismo, es inútil
la mera introspección pasiva, como se tiende a hacer, por ejemplo, cuando
existe una asimilación forzada de ciertas filosofías de origen oriental,
específicamente la meditación yoga, pues nada personalmente estructurado, que
no sea la estructura corporal a escala fisiológica, puede encontrarse cuando
nada se ha hecho intencionalmente en acciones libres. Sólo con la acción intencional
y libre de la propia voluntad es posible tal conocimiento. Segundo, sólo la
auto-estructuración virtuosa puede producir la autorrealización, y no cualquier
acción intencional que prescinda de una recta intención, como uno podría
deducir, por ejemplo, de la teoría psicoanalítica de Alfred Adler (1870-1937),
para quien el supuesto sentimiento de inferioridad, universal y congénito en el
ser humano puede ser contrarrestado desarrollando una egoísta voluntad de
poder. Por el contrario, una realización personal que estructure una
personalidad sana se logra a través de una acción intencional que contenga amor
y justicia, y, por lo tanto, presencia de otro, y no a través de una acción
puramente egocéntrica. Respecto a la idea de “sentimiento de inferioridad”,
ésta tiene una connotación ideológica construida sobre la condición de
desamparo existencial, natural no sólo del ser humano, sino que también de los
demás animales.
La vena hedonista actual en nuestra
cultura proviene de entender que la realización personal, propiciada por
ciertas escuelas psicológicas y sostenida por raíces calvinistas, consiste en
consumir estructuras y fuerzas del medio para el propio beneficio, sin
consideración alguna por las necesidades ajenas, como si el éxito en
estructurar su personalidad se erigiera sobre la falta de amor y de
solidaridad. El sacrificio y el sufrimiento, que en último término son los
ingredientes que consiguen estructurar una personalidad verdaderamente
realizada, son despreciados. Por el contrario, una autorrealización
constructiva se fundamenta en una autodeterminación que busca el bien del prójimo,
aunque ello signifique autosacrificio.
Max Weber (1870-1920) describió la
raíz calvinista tras el éxito indicando que éste es una señal externa de que un
individuo ha sido predestinado para la salvación; por lo tanto, para salvarse,
el individuo se esfuerza por conseguir el éxito. La autorrealización de Adler
es el cumplimiento interno de la demanda religiosa, pero desprovisto de toda
transcendencia. Además, el éxito se entiende como el logro que permite la
felicidad, siendo supuestamente ésta el propósito de la vida. En cambio, la
verdad es que la felicidad es funcional a la vida, siendo el propósito de ésta
simplemente vivir, pues, si se vive con plenitud, actuando libremente, se es
consecuentemente feliz.
La acción intencional tiene un
propósito que es más complejo que la satisfacción lisa y llana de una
necesidad, pues pertenece a una escala mayor que la acción destinada a buscar
los medios necesarios para la supervivencia. En general, la psicología centra
su atención en los efectos de lograr o no el propósito que se busca y considera
peligroso la frustración que surge tras la falla en obtener finalidad
perseguida. Supone que frustraciones repetidas y serias pueden generar
conflictos emocionales dolorosos e
incapacitantes, y causar desórdenes y desequilibrios psicosomáticos,
todo lo cual produce sufrimiento al individuo. Esta cadena de relaciones
causales –frustración > sufrimiento > trauma > incapacidad– aparece
natural, y los medios y terapias para aliviar al individuo de su sufrimiento
son efectivos. Sin embargo, este tipo de escuela psicológica se inserta en el
pensamiento contemporáneo que moldea la cultura y al individuo, y donde éste se
caracteriza por su inmanentismo y su consecuente hedonismo. Pues, si el ser
humano es concebido como proyecto, pero sin posibilidad para transcender su
necesaria destrucción final, que es la muerte, su deber ser es buscar su propia
felicidad, concebida como bienestar, complacencia y olvido de los conflictos.
La concepción inmanentista reduce
la acción intencional a la dimensión única de la escala de su vida “terrena” y
le niega la posibilidad para remontar a escalas superiores, en las cuales el
sufrimiento, el dolor y la muerte adquieren al valor positivo de sacrificio y
de medio necesario para una vida superior y transcendente. Un eje paralelo al
de felicidad-sacrificio lo constituye el de autorrealización-amor. Nuevamente,
el pensamiento inmanentista supone que el propósito principal de la acción
intencional es la realización personal, a la cual el amor debe subordinarse.
Por el contrario, una perspectiva transcendente confiere igual importancia a
ambos propósitos, y afirma incluso que la realización personal se obtiene
mediante la entrega de amor y que, por el contrario, la acción egocéntrica
estructura personalidades infelices.
Las escalas de la conciencia
El ejercicio de la libertad es
inédito y original; surge, en una primera escala, de la conciencia de sí y, más
intensamente, de la conciencia profunda. A pesar de ser un producto más de la
evolución del universo, el ser humano puede llegar a tener conciencia no sólo
de las cosas que existen en el universo, como ocurre con todos los animales en
mayor o menor grado, sino también de su misma constitución y de sus límites.
Pero además, el ser humano es el único ser que puede mirarse a sí mismo,
independiente de las cosas y llegar a tener conciencia íntima y profunda de
sí.
La calidad de persona, en el
sentido griego del concepto –por la cual un ser humano es sujeto de acciones
intencionales, constituyéndose en un ser único y singular, erigido sobre sí
mismo–, depende del desarrollo y profundización de su conciencia. Un ser humano
no es únicamente una estructura que es funcional a causa de la funcionalidad de
sus subestructuras. En él se puede dar una estructuración de su conciencia que
no depende de la agregación de nuevas subestructuras, sino de una
reconcentración de sí mismo que genera nuevas perspectivas y proyecciones en
una escala superior de conciencia. A este respecto podríamos distinguir tres
tipos de conciencia: la conciencia de lo otro, la conciencia de sí y la
conciencia profunda. Estas categorías no deben confundirse con aquellas
propuestas por Sigmund Freud (id-ego-superego y
subconciencia-preconciencia-conciencia) para describir fenómenos conductuales
en la perspectiva del psicoanálisis.
En general conciencia es una
función de la estructura psíquica generada por el sistema nervioso central en
virtud de la cual la persona no solo es capaz de poseer una actitud atenta,
vigilante de su entorno, que le permite ubicarse espacial y temporalmente, al
tiempo de valorar el posible beneficio o peligro que encierran las cosas que
allí percibe, sino que unifica toda su actividad psíquica. Indudablemente, la
conciencia es una forma de designar el funcionamiento de una cantidad de
contenidos de conciencia desde el punto de vista del presente. Relaciona
activamente, según parámetros espacio-temporales, la multiplicidad de
sensaciones, imágenes, ideas y sus relaciones que el contacto con el mundo
externo suministra, y las compara continuamente con los contenidos, en sus
distintas escalas, evocados por la memoria.
Formalmente, la conciencia es la
capacidad que posee un sujeto para adquirir la presencia de un objeto. La
capacidad se refiere a la función de una estructura; en este caso, la
estructura es la cognitiva; por tanto, la conciencia se refiere a la cognición.
La posesión en este caso es una representación psíquica del objeto que se
origina en las sensaciones que recibe de un objeto y que estructura o elabora
en percepciones, imágenes y conceptos. El sujeto es el ser que contiene la
estructura cognitiva. La adquisición es el acto cognitivo. La presencia es la
invasión del sujeto en el campo de sensación del sujeto. El objeto es todo lo
que se pone al alcance del sujeto, como causa de las sensaciones del sujeto,
pudiendo ser partes de estructuras, estructuras individuales o el conjunto de
las estructuras, tanto actualmente como surgidas de la memoria del sujeto.
El objetivo de la conciencia es
unificar tanto la continua y permanente información de la realidad que llega a
través de los órganos de sensación como la información suministrada por la
memoria. También la conciencia está presente en la elaboración de nuevos
contenidos de conciencia (percepciones, imágenes, ideas, relaciones lógicas y
relaciones ontológicas). En fin, la conciencia, en posesión de todo este
conocimiento, puede ejercer un efectivo control sobre la acción.
La conciencia se distingue del
sueño, aunque en ambas fluyen contenidos de conciencia; pero en el sueño no
existe el control unificador de la conciencia ni la percepción actual de la
realidad, sino que refleja simbólicamente las preocupaciones cotidianas. En
síntesis, conciencia es el conocimiento que tiene un individuo de ser sujeto de
relaciones causales que pueden comprometer su existencia en cualquier grado,
ya sea como causa o como efecto.
Conciencia de lo otro
La más simple de todas es la
conciencia acerca de las cosas que nos rodean. Este tipo de conciencia, que
poseemos todos los animales en mayor o menor grado, proviene de la capacidad
natural de reconocer objetos que pueden ser afectados por nuestras acciones o
que a nosotros pueden afectarnos. La acción que surge de la información
provista por este tipo de conciencia no puede ser llamada precisamente libre,
pues está condicionada por los apetitos propios que promueven la supervivencia
y la reproducción para los cuales es específicamente funcional. La intensidad
de esta conciencia varía desde el simple reconocimiento de la existencia de
luminosidad o calor hasta la comprensión de las fórmulas químicas más
complejas.
Conciencia de sí
Un segundo tipo de conciencia es la
conciencia de sí. Pertenece a una escala que implica una inteligencia racional,
pues surge de la relación intelectual que un ser racional efectúa entre las
diversas cosas, de las cuales distingue una de éstas, el agente de la acción,
que llega a identificar consigo mismo. No se refiere a la acción de la
causalidad que un individuo siente en sí mismo, reconociendo que la causa es
distinta a sí mismo, pues en eso reside justamente la conciencia de lo otro. La
conciencia de sí establece la distinción sujeto-objeto, donde el sujeto se
concibe siempre por oposición al objeto. Surge por reflexión. Así, pues, al
reflexionar y mirarse a sí mismo como sujeto, éste se concibe como propio y distinto
de las otras cosas.
La conciencia de sí tiene la
capacidad para distinguirse ella misma de la experiencia, identificando la
causa de la experiencia con lo otro, y el lugar de la conciencia que
experimenta lo otro, consigo mismo. La persona, al reflexionar, reconoce que la
conciencia es el lugar del pensar, de la voluntad y del sentimiento, siendo
además el origen de la acción. El origen y lugar de todos estos procesos los
identifica con el yo. El yo se erige en sujeto consciente que reflexiona y
actúa autónomamente. La conciencia de sí impone el yo junto con el problema de
su significación y su sentido. También al producir el yo y en el acto de
reconocer un yo, está también reconociendo un tú a partir de la conciencia de
lo otro.
La acción que surge de este
conocimiento, por la que el sujeto racional se identifica con el sujeto de la
acción, separado de las otras cosas, supone, primero, una acción concebida
como propia, emanada de sí mismo; segundo, una evaluación de sus efectos
probables y, tercero, una evaluación que hace sobre sus mismos objetos, a los
que ordena axiológicamente, otorgándoles a cada cual una posición dentro de una
jerarquía valórica que él mismo llega a estructurar. La acción, que tiene un
momento de deliberación, tiene otro momento de decisión y ejecución, y un
tercer momento de cambio en el objeto hacia el cual se dirige, hace emerger el
tiempo de pasado, presente y futuro. Cuando surge la conciencia de que el
sujeto puede ser causa del cambio, aparece el proyecto de futuro y la
programación y la planificación de la acción.
La razón, que corresponde a otro
conjunto de estructuras cerebrales funcionales que operan desde el punto de
vista lógico, no condiciona la acción cuando determina que tal curso para ésta
es necesariamente el que se debe optar, pues ésta emana precisamente de
aquella. La acción es intencional cuando es razonada. Otro problema es el
condicionamiento ontológico de la razón a causa de las valoraciones éticas que
suministra la cultura. Muchas veces los valores culturales se anteponen a la
razón sustrayendo libertad.
La conciencia que cada ser humano
tiene de sí, y por la cual el mismo adquiere una identidad única y propia, en
el tiempo y en el espacio y con relación a las otras cosas, no le proviene por
aquel supuesto ingrediente espiritual denominado alma, sino que es producto de
la estructura psíquica compuesta por los contenidos de conciencia, en especial
las imágenes, ideas y juicios que cada ser humano va estructurando según las representaciones
actuales y evocadas, que convergen precisamente en ella para hacer de la
representación psíquica un todo coherente y referido a la realidad. Entre estos
contenidos de conciencia figuran las imágenes y los conceptos que cada uno
adquiere o elabora como representaciones más o menos verdaderas de la realidad;
el modo particular en que se han ido estructurando; las relaciones que cada
cual va haciendo entre las cosas que percibe; la percepción íntima de su
existencia, de su yo, de su propio desarrollo, de sus carencias y afectos, de
sus posibilidades y debilidades, de sus alegrías y tristezas; el conjunto de
pasadas experiencias y su ordenamiento como sucesos en el tiempo; la emotividad
particular que condiciona toda imagen; los sentimientos que acompañan sus
ideas. Todo ello constituye un marco de referencia permanente y un banco de
conocimientos de inmediato acceso; en fin, todo ello constituye un sistema en
su conciencia de sí que le permite deliberar y actuar intencionalmente.
Conciencia profunda
Un tercer tipo de conciencia es la
conciencia profunda. Ésta se encuentra en una escala mayor de estructuración de
la conciencia. No hace que nuestra acción sea más libre, sino que hace que uno
mismo sea íntimamente libre al actuar, y desde luego plenamente responsable. A
diferencia de la conciencia de sí, la podemos reconocer en ausencia de
cualquier referencia con otras cosas, y, por lo tanto, no requiere ninguna
identidad por la que se puede relacionar o definir, pues se identifica
únicamente consigo mismo en una mismidad. Mediante ella, una persona se
reconoce a sí misma como singularidad y como independiente de otras cosas por
referencia, relación o identidad. Esta conciencia es un reconocimiento de la
radical mismidad que puede llegar a subsistir incluso a la propia corporeidad
espacio-temporal, la que la llega a concebir como otra cosa más, mutable,
corrupta y hasta ajena, al menos en los místicos, y que en lenguaje ordinario,
sepulcral, se denomina “los restos”.
Es conveniente entrar a analizar el
concepto de mismidad. Lo primero que resalta es que este concepto es distinto
del de identidad. La identidad supone otras cosas de las que se diferencia. En
especial, supone la ocupación de un espacio-tiempo definido en el universo. En
cambio, la mismidad supone únicamente uno mismo, una unicidad, tal como una
singularidad, y reducido a una pura conciencia, sin ninguna referencia
espacial ni temporal. El yo es sustancial y singularmente el yo mismo, sin
relación a nadie más, autosustentable, polo de la acción intencional,
autoconsciente, descontextualizado, sentimentalmente auto-contextualizado. La
identidad que es propia de la conciencia de sí necesita otras cosas para poder
diferenciarse, distinguirse, describirse y definirse: un sujeto frente a lo
otro; la mismidad, por su parte, no necesita sino de uno mismo, independiente
de todo lo demás.
Sin embargo, la conciencia profunda
no aparece de la nada, sino que es una estructuración en una escala superior
que surge de la conciencia de sí. Tampoco es una mismidad estática, encerrada
en sí misma e inmanente, como se podría entender a un monje budista. La
conciencia profunda surge de comprender que existe una meta infinita capaz de
unificar y dar sentido a las distintas acciones intencionales, y que es
infinitamente deseable. También comprende que es posible alcanzarla, al tiempo
de comprender asimismo las propias e irreductibles limitaciones para este
emprendimiento.
La conciencia profunda es una experiencia
muy personal; pero es bastante hermética, por lo que no puede ser un objeto de
estudio muy definido para la filosofía, la que la puede proponer; menos lo es
para la ciencia, puesto que ésta trata con entidades no singulares, con objetos
espaciales y con fenómenos que puedan ser susceptibles de experimentación. En
efecto, el conocimiento objetivo, que es el de la ciencia y la filosofía, es de
lo plural. En cambio, lo singular, en tanto no está relacionado con nada, no
está referido a nada que pueda dar conocimiento de él, de definirlo y
determinarlo como objeto de conocimiento. Tal como en una escala mayor, la de
la razón, un ser humano estructura la conciencia de sí sobre la conciencia de
lo otro, la conciencia profunda es una estructuración en una escala aún
superior que incluye los otros tipos de conciencia, pero se estructura sólo
cuando se llega a relativizar la conciencia de sí, por así decir.
Únicamente la conciencia profunda
permitiría abrir uno de los dos cerrojos de la puerta que conduce a la
transcendencia; el otro cerrojo sería de recurso divino; pero éste tema, propio
del conocimiento revelado, queda al margen del conocimiento objetivo y, por
tanto, de nuestros propósitos. En este mismo grupo de temas desconocidos, pero
que uno tiene el perfecto derecho a plantear con toda sensatez, está aquel de
si acaso la mismidad es subsistente a la muerte del individuo, y si lo es, de
qué manera, puesto que ya no habría supuestamente un espacio-tiempo, ni tampoco
la mismidad estaría sujeta al imperio de las leyes de la termodinámica. Estos
dos temas los trato en mi libro La flecha
de la vida, capítulo 6.
Desde el punto de vista del
propósito de los tres tipos de conciencia, vimos que el sentido de la
conciencia de lo otro está relacionado con la supervivencia y la reproducción.
Esta finalidad biológica es distorsionada en la conciencia de sí por la ética,
la cual busca, a través de la subsistencia de la comunidad, realzar la propia
supervivencia y reproducción. La conciencia profunda adiciona un marco
transcendente en el cual la finalidad de supervivencia individual y subsistencia
social se relativizan.
CAPÍTULO 3 - EL JUICIO DE LA ACCION
En la acción
intencional se distinguen tres momentos: el antes, el actual y el después de la
acción. Cada uno de estos momentos responde a una norma. Éstas son
respectivamente la moral, la jurídica y la ética. La acción moral se
desenvuelve dentro de un marco subjetivo e íntimo de cosmovisión y de
valoración de la conciencia profunda y del sentido último de la vida. La norma
jurídica juzga como delito sujeto a sanción la ejecución de una acción según el
ordenamiento jurídico que puede ordenar, prohibir o autorizar una conducta
determinada. La ética, cuya norma indica lo correcto o incorrecto, lo
conveniente o inconveniente de la conducta externa de un individuo, valora el
efecto social de la acción individual. El valor de las cosas no está
relacionado con lo bueno o lo malo, sino que es relativo y está en relación a
otras cosas según su funcionalidad y según nos afecte.
Acción y norma
La acción humana puede recibir un juicio objetivo y externo
porque proviene de la razón. A modo del fenómeno kantiano, aquella es
precisamente la única manifestación de ésta. Ella puede distinguirse
formalmente desde el punto de vista de la norma. Existen tres tipos generales
de normas. Éstas se diferencian entre sí por juzgar cada una de las tres etapas
de la acción intencional. Los momentos específicos que estas normas enjuician
son el antes, el actual y el después de la acción.
El antes de la acción corresponde a la deliberación
razonada, la que le imprime una intencionalidad. Los sentimientos que acompañan
a los conceptos que se razonan proveen una motivación. Este momento previo a la
acción misma es enjuiciado objetivamente por la lógica en su misma escala y por
la norma moral desde una escala superior subjetiva. El acto mismo, que es la
ejecución de la acción, corresponde al ejercicio actual de la fuerza, en la
etapa que sigue a la intención, y es enjuiciado por la norma jurídica,
suponiendo una intención. Por último, la finalidad de la acción, que está
ligada formalmente a la intención, aunque siéndole independiente, pertenece al
después de la acción, que es su efecto, pues en ese momento la acción queda
determinada como efecto. En su calidad de efecto social puede ser entonces
enjuiciada por la norma ética.
Vemos entonces que los tres momentos de la acción
intencional se correlacionan con tres tipos de normas u órdenes. Estas normas
tienen sus correspondientes legisladores. Así, la acción propiamente moral
responde a una norma del sujeto. En este tipo de juicio esta norma es
ambivalente, pues el sujeto puede deliberar tanto racionalmente, desde su
conciencia de sí, como moralmente, desde su conciencia profunda. Por su parte,
la acción legal responde a una norma jurídica, que es aquélla dictada por la
estructura política (el Estado), en representación o no de la estructura social
(la sociedad civil). En fin, la acción ética responde a una norma de la
sociedad en tanto ente cultural. Bajo estos tres tipos de normas, el sujeto
humano es responsable ante sí mismo por su acción, y también otros jueces que
lo hacen responsable por ésta, pues la responsabilidad está siempre demandada
por la norma.
Por lo tanto, los orígenes de estas normas son los siguientes:
para la norma moral es el correcto razonamiento según la lógica y los valores
morales como premisas; para la norma jurídica son las proposiciones de los
legisladores de la estructura política que pueden favorecer a la totalidad de
la social civil, a una minoría de ella, o simplemente a nadie, y para la norma
ética son las proposiciones o códigos culturales sobre la subsistencia social y
la supervivencia y reproducción individual.
El orden jurídico
La norma legal o jurídica, que juzga la ejecución de una
acción, entra en la categoría prohíbe o permite. Por lo tanto, el acto mismo
puede ser enjuiciado por el derecho o el ordenamiento jurídico, el que puede
ordenar, prohibir o autorizar una conducta determinada. Además, este
ordenamiento prevé una sanción para quien infringe las normas y disposiciones
legales. La ley es la formulación de la norma jurídica. La infracción de la ley
se denomina delito. El propósito pretendido de la ley es la justicia. En
cuanto virtud, ésta última debe, no obstante, existir en la intención misma.
Reconociendo la capacidad racional del sujeto, la ley busca establecer la
intencionalidad para poder ser aplicada. También ella proviene usualmente de la
ética. Cuando ello ocurre, la ley la explicita y la universaliza. Cuando la ley
se explicita para abarcar todas las situaciones de una determinada
característica, ella se estructura en la escala racional; cuando ella se
universaliza, se objetiva.
El juicio jurídico no tiene por objeto juzgar la conciencia
de un sujeto ni lo que ésta deliberó, sino que le basta saber si previo a la
acción hubo deliberación o no, si el sujeto tuvo conocimiento o no de las
probables consecuencias de su acción. Al juicio jurídico le es necesario
indagar si el acto fue intencional o no, pues su objeto primero es determinar
la culpabilidad de un sujeto de una acción que transgrede lo dispuesto por la
ley, y la culpabilidad depende de la voluntariedad del acto. Así, un animal no
puede ser sometido a juicio, pues su acción no tiene intencionalidad alguna.
Tampoco lo puede ser un enajenado mental, lo que no impide que se le pueda
privar su libertad, no sólo para efectos de una terapia, sino que para que no
pueda repetir una acción que resulta perjudicial a los demás. Según la ley el
juez puede juzgar que en la intencionalidad hubo atenuantes o agravantes en la
comisión del delito.
Considerando que la ley es el resultado de intereses de
grupos de poder y hasta de intereses privados influyentes, no necesariamente responde
a aquellos valores éticos sustentados por minorías de poder, como tampoco a
valores éticos generales. Para que la ley responda lo más fielmente posible a
la ética, resulta necesario que quienes legislan representen los intereses y
los valores del pueblo. La ley que así emane representará el interés de la
mayoría, si acaso no el interés general o bien común.
El comportamiento legal pretende ser racional y objetivo.
Sin embargo, considerando que todo comportamiento y norma sobre aquél responde
en último término a los apetitos de supervivencia y reproducción, cuando las
situaciones son límites, la ley cesa de tener un valor racional y universal, y
reaparece la ética del aquí y ahora, la cual puede contradecir la ética para
una situación más estable y menos presionada. Pensemos en el comportamiento
en tiempo de guerra, de los hambrientos náufragos en una balsa, del de una
madre cuyo hijo ha sido raptado, etc.
La ética
La ética valora el efecto de la acción individual en la
sociedad. Ella es un imperativo cultural al comportamiento voluntario e
individual que tiene alcance social. Tiene por estímulo aquellas funciones
biológicas de supervivencia y reproducción individuales que están subordinadas
a la subsistencia social. Corresponde a los juicios sobre las acciones de
supervivencia o reproducción individuales que son emitidos por la estructura
social de acuerdo a sus demandas de subsistencia y prolongación. Sus normas
provienen de la experiencia colectiva e indican, a la manera de un código, lo
correcto o incorrecto, lo conveniente o inconveniente, lo propio o impropio, lo
adecuado o inadecuado de la conducta externa de un individuo según el resultado
final de la acción en cuanto al mayor o menor éxito, seguridad, poder,
bienestar, prestigio o placer que de tal acción de hecho éste obtiene respecto
a la colectividad. Ellas se comparan con parámetros de sabiduría teórica,
práctica, social o religiosa. La colectividad hace responsable a los
individuos que la integran de actuar según las normas éticas que hace suya.
Quién las transgrede comete una falta de ética y recibe una condena social que
se manifiesta como rechazo y repulsa al trasgresor.
La valoración ética no es absoluta, sino que es consensual y
convencional; proviene de la experiencia colectiva en sus esfuerzos por
subsistir, y de la experiencia individual por sobrevivir y reproducirse. Dos
milenios de enseñanza y práctica evangélica han tenido por efecto cambiar algo
el sentimiento de las personas respecto al prójimo y la valoración ética ha
incorporado algo de la dimensión de la transcendencia. Indudablemente, como
frutos de la enseñanza evangélica, el régimen democrático ha emergido y los
derechos humanos se han encarnado en las finalidades políticas. Este fundamento
ético, que nos ha hecho más humanos, es lo más cercano a una justicia absoluta
que exigiría una norma. En las últimas décadas, junto al creciente prestigio de
la ciencia, en un trastoque de valores sobre el sentido de la vida, la
psicología experimental, más que la religión o la filosofía, está suministrando
las normas éticas con criterios bastantes inmanentes, contingentes,
positivistas, individualistas y centrados en el ego individual.
La relatividad general de la ética en cuanto valores y
normas está sujeta no obstante a tres parámetros de orden absoluto. Estos son:
1º la necesidad biológica del individuo de supervivencia y reproducción; 2º la
necesidad biológica de subsistencia de la especie humana y, en consecuencia, la
necesidad sociopolítica de mantener el orden y la paz social, y 3º el sustento
natural y jurídico de toda persona – que es un ser moral, es decir, con
capacidad para ejercer acciones intencionales– de ser sujeto de los derechos
fundamentales a la vida y la libertad, y que lo constituye en un legítimo otro,
digno y respetable.
Estos tres polos son distintos y no necesitan ser
contradictorios, pues operan en planos diferentes. Sin embargo, muchas veces se
interrelacionan, produciéndose paradigmas éticos. La necesidad de reproducción
y su consecuente satisfacción de apetitos sexuales obliga éticamente a respetar
al otro. La supervivencia del feto depende de la supervivencia de la madre,
quien éticamente es ya responsable de su propia vida, de la crianza de sus
otros hijos y del mantenimiento de su familia. La subsistencia del todo social
permite privar de libertad al delincuente u obligar a los soldados a someterse
a los peligros de la guerra. El bien común del todo social permite racionar el
alimento en hambrunas o de los medios técnicos vitales, pero extraordinarios, a
enfermos terminales o con escasas posibilidades de una vida digna.
La norma
La norma en general no es tan relativista ni subjetiva como
lo haría parecer el Derecho positivo. En una época tan pragmática como la
actual, resulta difícil aceptar que ella pudiera poseer un referente objetivo y
trascendental que le pueda conferir un valor moral. Tampoco nos es posible
adherir a la concepción de principios eternos que la Razón llega a poseer de
alguna u otra manera. Pero si la conciencia subjetiva de lo bueno y lo malo
está tras la deliberación moral, el sentido práctico de lo propio y lo impropio
está tras la acción ética, y el temor de la sanción está tras el efecto legal
del acto; en fin, aquello que subyace bajo estas etapas de la acción es el principio
del deber ser.
Puesto que pertenece a una escala de gran abstracción,
superando lo contingente de la acción concreta constreñida por la situación
particular, el principio del deber ser pertenece propiamente al ámbito de la
filosofía moral. Esta expresa el referente trascendental para la moralidad en
la deliberación, para la legitimidad del acto ético y para la justicia de la
ley. Ella se desenvuelve en ámbitos que pertenecen tanto a la persona individual
como a la sociedad y que incluyen tanto la legítima necesidad de supervivencia
y reproducción individual como la necesidad de subsistencia social y los
anhelos de transcendencia personal. Se puede comprender entonces que la
intrincada complejidad del dominio de la filosofía moral genera la confusión de
lo objetivo y trascendental con lo subjetivo y relativo.
Así, pues, es prerrogativa de la razón humana no sólo el
juzgar la acción intencional en sus distintas etapas, sino que, principalmente,
hacerlo con justicia y bondad después de comprender con mayor verdad la
realidad y el sentido del ser humano y de las cosas del universo. La conquista
de una mayor verdad ilumina mejor el principio del deber ser que guía nuestra
acción y da sustento legítimo a la norma. Sin embargo, en nuestro mundo tan
humano, donde nadie –ni Iglesia ni Estado– puede legítimamente arrogarse en
exclusiva el poder para definir lo que es bueno o malo, lo que es propio o
impropio y lo que es justo o injusto, no existe una instancia que posea la
suficiente legitimidad para expresar los principios morales si no es la
comprensión personal –y subjetiva– del evangelio de Jesús. No obstante, tal
como todo autor de una acción intencional posee una conciencia moral que
enjuicia su propia bondad o maldad, un legislador probo que responda al
mandato de sus representados y que busque el bien común legislará teniendo como
referente principios de justicia y equidad.
La acción moral
Mientras la ética es una estructura normativa, tanto externa
como social, que juzga al sujeto según el efecto de su acción, la moral es, por
el contrario, una fuerza interna y personal cuyo ámbito es la conciencia
personal. El objetivo de la acción moral está más de acuerdo al significado que
se busca para la vida que al temor a alguna sanción social. Su norma es la
opción por el bien, la justicia, la verdad y el amor. Su juicio es a la intención.
Su transgresión se denomina pecado. Este se libera o se expía con el
arrepentimiento y la penitencia de modo análogo a como la pena castiga la
transgresión de una ley, y la repulsa social condena la violación de una norma
ética.
La acción moral es la fuerza intencional de la autodeterminación
personal que, más allá de procurar la mera supervivencia y reproducción, se
desenvuelve dentro de un marco subjetivo e íntimo de visión cósmica y de
valoraciones de la conciencia profunda, del sentido último de la vida, de
significaciones abstractas, de transcendencia, de esperanza, de piedad, de
misericordia y de humildad. Tanto el sacrificio personal como el goce de la felicidad
quedan subordinados a la concepción personal que el sujeto tenga ahí y ahora
del bien y la verdad, los que pasan a depender del marco subjetivo de toda
persona. La importancia social de la formación integral de las personas debiera
ser decisiva.
El origen de la acción moral es más subjetivo aún que la
propuesta de Immanuel Kant (1724-1804), quien, al negar la posibilidad de la
existencia de legisladores morales capaces de formular leyes morales objetivas,
suponía, por una parte, que tal capacidad es recurso de la “razón práctica,”
pero, por la otra, que tal razón es objetiva. En su libro Crítica de la razón práctica (1788), Kant plantea como imperativo
categórico, o comando de la razón, de carácter universal y objetivo lo
siguiente: “actúa sólo según la máxima por la que uno puede al mismo tiempo
querer que sea una ley universal”. Creía que lo bueno es absoluto, es decir que
es objetivamente bueno para todo el mundo. Opinaba también que la razón
reconoce lo bueno, y que la voluntad es la facultad de elegir sólo aquello que
la razón reconoce como bueno.
Mientras Kant entendía que existen leyes objetivas, válidas
para todo ser racional, mi pensamiento es, por el contrario, que el marco
personal para razonar previo a la acción contiene valoraciones morales
eminentemente subjetivas. La razón de un ser humano no es simplemente un
procesador lógico que produce conclusiones objetivas, como posiblemente pudo
haber imaginado Kant. La razón humana es una de las funciones de una compleja
psiquis. Adicionalmente, el bien absoluto, como objetivo unívoco de una acción
moralmente buena, no existe. Por el contrario, el bien es relativo para cada
cual y en cada situación concreta.
Incluso, aunque un cierto número de valores centrales, como
la afirmación de la vida, la compasión, el amor, la justicia, el respeto, la
libertad, la responsabilidad, la verdad, la tolerancia, son muy propios de la
naturaleza racional del ser humano, ellos surgen de la conciencia profunda. Ni
en este respecto la acción moral podría ser enjuiciada objetivamente, pues
aquellos valores centrales son solamente normas explicitadas para una
deliberación que la razón lleva en forma esencialmente íntima, personal y
singular. Ya que la moral es propiamente deliberación, intención y motivación,
no puede ser enjuiciada en consecuencia por nadie. No existe institución alguna
que pueda arrogarse la facultad para juzgar las intenciones de las acciones.
Una conducta moral no es racionalista ni naturalista, puesto
que es eminentemente singular y subjetiva. Ella no se guía por parámetros
externos, sino que surge del mismo sujeto. La conducta moral, que emana de una
acción intencional autónoma, es independiente de la ética (¿el superego
freudiano?) y es capaz de someter simultánea y necesariamente al instinto de
supervivencia y reproducción (¿el Id
freudiano?). En la intencionalidad existe, como ya indicamos, una actividad que
no pertenece al determinismo natural. Tampoco la conducta moral es
racionalista, puesto que el marco último de la autodeterminación pertenece a
una estructura singular, personal, original, que denomino ‘conciencia profunda.’
Esta tampoco está contenida en una “razón” universal común a las razones
individuales supuestamente homogéneas, del tipo de razón postulada por el
racionalismo, pues esta suposición no es real. Así, pues, no existe
legítimamente ninguna autoridad que pueda indicar válidamente qué acción es o
no moral, pues esta categoría no es objetiva.
La deliberación
Toda deliberación posee una valoración moral acerca del bien
y el mal, y si una deliberación tiene además una racionalidad que se relaciona
con la verdad, como así es el caso, uno podría concluir que la moral es
objetiva. Sin embargo, el problema es que la deliberación, propia de la
conciencia profunda, ocurre en una escala mucho más abstracta que la simple
afirmación o negación de algo. En una escala concreta las cosas son o no son,
existen o no, son verdaderas o son falsas. Pero en una escala abstracta, que
relaciona una pluralidad de relaciones causales y una multiplicidad de
relaciones ontológicas, la realidad se torna sumamente compleja, desafiando el
esfuerzo de los mejores intelectos por encontrar la verdad plena. En esta
escala, la verdad objetiva es, desde luego, teóricamente posible, pero lo que se
obtiene casi siempre son sólo verdades parciales, siendo virtualmente imposible
asir la totalidad de la verdad, quedando la inquietud intelectual de no poder
llegar al fondo de las cosas y pareciendo que la realidad es misteriosa.
Así, pues, en esta escala, ni el imperativo categórico
kantiano, al no ser tan claro y distinto como es el prejuicio típicamente
racionalista, no podría constituirse en fundamento de una moral objetiva. No
obstante, si la verdad no puede constituir el fundamento de una moral objetiva,
la moral tiene efectivamente un marco absolutamente objetivo, constituyendo en
todos los casos una guía para una acción moralmente buena. Este marco es el
precepto del amor al prójimo que Jesús nos enseñó.
Una de las funciones principales de la conciencia es la
deliberación. Nuestra conciencia es la cúspide de nuestra auto-estructuración y
es lo que confiere unidad a nuestro ser. En la deliberación no interviene la
sola razón pura que con implacable lógica determina el curso de la acción a seguir.
La deliberación es el producto de una compleja conciencia. La conciencia es la
estructuración última de unidades discretas como el pensamiento racional o
lógico, el pensamiento abstracto, la memoria en todas sus escalas de registro
de experiencias y resultados de elaboraciones de contenidos de conciencia, y,
en el mismo plano de importancia, nuestros sentimientos.
Con un marcado prejuicio antirracionalista, para David Hume
(1724-1804), en su Tratado de la
naturaleza humana (1739), son nuestros sentimientos (no está claro qué
supuso este filósofo que la palabra sentimiento significa), y no la razón, los
que deciden lo que hacemos. Diría, más bien, que es la razón en conjunto con
los sentimientos el principio de nuestras valoraciones y de nuestra escala de
valores. Aún más, como expresé más arriba, una decisión racional debe ser
motivada más por sentimientos que por emociones, y la voluntad debe controlar
el afloramiento de emociones en una decisión justa.
En otro orden de cosas, no nos pondremos en el ficticio y
forzado punto de vista “existencialista” del deber ser para poder ser, que
resulta de oponer la existencia (por esencia participativa del ser y, por
tanto, no plenamente ser) con la plenitud del ser, pues no tiene sentido la
existencia para ser más si no se explica qué significa “ser más” que no sean
únicamente dos bellas palabras. Lo justo es ponerse en el punto de vista de un
ser racional, quien, frente a su necesidad de supervivencia y reproducción y a
su destino transcendente, debe anteponer valores trascendentales de verdad,
libertad, justicia y amor para optar por tal o cual curso de acción concreta.
Efectos de la acción
moral
Es corriente la creencia de comprender la acción moral de la
misma manera como cualquier otra acción que genera efectos. En este caso, los
efectos serían morales. Así, si la acción moral es buena, produce efectos
buenos, y si es mala, produce efectos malos. Prosiguiendo con esta creencia,
los efectos tanto buenos como malos pueden ser acumulados, ahorrados y hasta
descontados, como si fueran cifras cuantitativas económicamente contables. Con
este criterio economicista, resulta un desperdicio que la muerte impida a
alguien disfrutar del fruto de sus acciones buenas.
Por ejemplo, en el samsara
hindú, o doctrina de la reencarnación, si un ser fallece con un superávit de
beneficios, su alma transmigra y se reencarna en una forma más noble. Y si en
sucesivas reencarnaciones se prosigue por la senda del bien, se logra la final
liberación del alma, en el nirvana, o
sea, cuando la cuenta de ahorros se ha completado con un determinado haber. Por
el contrario, si se produce un déficit en la cuenta, el alma se reencarna en un
ser inferior en dignidad (que es por lo demás una valoración completamente
subjetiva el determinar la mayor o menor dignidad de cualquier ser). El karma del individuo en una reencarnación
particular está indicando el estado actual de la cuenta. Una conclusión
adicional es que puesto que está únicamente en manos del individuo aumentar o
disminuir su cuenta, no vale el esfuerzo solidario para ayudarlo. La caridad y
la misericordia son aparentemente valores devaluados.
Algo similar al karma ocurre en el caso de la creencia en la
“economía de salvación” de cierta doctrina católica. Ésta supone la existencia
de una vida eterna para todos los hombres, puesto que todos tienen almas
inmortales. Entonces, aquéllos que mueren en santidad pasarían al Cielo,
pudiendo el excedente ser transferido a personas con déficit en su cuenta
personal. Incluso al sacrificio y la penitencia se le dan un valor económico y
cuantitativo representado en “días de indulgencia”. Quien tiene en su cuenta un
saldo negativo imposible de cancelar a causa de un pecado mortal, se condena
para la eternidad. En este esquema, la salvación llega a ser comprendida más
bien como la acumulación de acciones moralmente buenas que como consecuencia de
una vida de fe y amor a un Dios de justicia.
En contra de las ideas economicistas que suponen efectos
moralmente cuantificables la acción humana tiene una naturaleza imposible de
juzgar en su origen. En realidad, la contradicción fundamental de la existencia
humana es precisamente la permanente opción que cada persona, en cada instante
y lugar, tiene entre la exigencia natural de sobrevivir, presentada por su
conciencia de sí, y la concepción del bien y el significado de la vida que su
conciencia profunda le muestra, y que no se identifica necesariamente con la
aspiración natural de supervivencia y reproducción; es una opción entre el
deseo de amar, verdad y justicia, y la necesidad afecto, satisfacción y seguridad.
Siempre y permanentemente, el gran dilema de la acción moral está entre el
satisfacer las necesidades de supervivencia y reproducción, legítimas en la
acción humana, y las exigencias del amor y servicio al prójimo. Como una
síntesis ingenuamente aberrante de la contradicción fundamental de la
existencia humana, Adam Smith (1723-1790) describió un sistema, que él supuso
que es natural, dentro del cual, actuando según propósitos puramente egoístas,
centrados en el bien propio de supervivencia y reproducción, se logra
simultáneamente el bien de los demás.
La supervivencia no es necesariamente el factor decisivo en
la acción moral, como sí lo sería en la acción pura de un animal. La acción humana
se enmarca en dimensiones transcendentes, pertenecientes a la escala del
pensamiento abstracto y racional y de los sentimientos más profundos, en las
cuales se reconoce al otro en tanto otro, con finalidades que le pertenecen,
con necesidades que demandan nuestra atención, incluso nuestro sacrificio
conscientemente asumido, pero respetando su libertad cuando accedemos a
asistirlo. El acto de amor corresponde a la valoración última de la concepción
del bien y la opción por éste.
Los valores éticos serían más humanistas y las leyes serían
más justas en la misma medida que se ajustaran mejor a una moral que persiga el
amor y la verdad. En contraste, un acto inmoral podría definirse como aquél que
tiene una doble intencionalidad. La doble intención engloba la mentira, la
hipocresía, la falsedad, la doblez. Detrás de la intención que aparenta el
bien del otro se oculta la búsqueda del bien personal en un conflicto entre la
conciencia de sí y la conciencia profunda. El “sed como niños” evangélico se refiere
a la superación de la doblez en beneficio de la conciencia profunda.
El valor de la acción
Cuando entramos en el terreno del “bien,” penetramos de
lleno en el viejo problema del bien y el mal. En primer lugar, lo que nos
resulta absolutamente evidente, las cosas en sí se nos aparecen como buenas o
malas. Así, el nacimiento es bueno, la muerte es mala; una buena cosecha es
buena, la peste es mala; el día es bueno, la noche es mala; el alimento es
bueno, el veneno es malo. Ello implica una valoración ética de las cosas. Pero
en seguida surge la pregunta: ¿cómo justificar a Dios, infinitamente bueno,
frente al mal que se da en este mundo?
La postura maniquea ha sido la más extrema. Considera que
tal como hay cosas que en sí son buenas, existen cosas que en sí son malas.
Estas dos agrupaciones de cosas provienen de sendos principios contrarios, y la
realidad es imaginada como un conflicto permanente entre éstos. Incluso se
personifican ambos principios como deidades eternas.
El problema teológico que deriva de suponer que las cosas
son buenas o malas y que son causadas por fuerzas extranaturales se refiere a
la relación entre un dios bueno, principio del bien, y un dios malo o criaturas
malas provenientes del principio del mal. O también, ¿cómo es posible que el
dios omnipotente, que al mismo tiempo es bueno, pueda permitir el mal? Si el
ordenamiento divino implica que la conducta recta merece recompensa, ¿por qué
el mundo no es totalmente justo?, ¿por qué existe el sufrimiento inmerecido? O,
como creían los maniqueos, ¿es que pueden coexistir un dios bueno y un dios
malo simultáneamente y, por lo tanto, en permanente conflicto?
Para superar este problema desde la perspectiva monoteísta,
santo Tomás de Aquino (1225-1274) supuso a partir de las categorías transcendentales
aristotélicas que las cosas son buenas en la misma medida que son, proviniendo
esa calidad de ser de su grado de participación en el Ser o Acto Puro,
identificado con Dios. Y puesto que no existe el no ser, no puede existir el mal,
sino solamente la falta de bien. Desde el extremo del acto puro hasta el
extremo de la materia prima, según los grados de potencia (entendida ésta por
su contraposición con el acto), él postuló que existe toda una jerarquía de
seres con cada vez menores atributos de ser y, por tanto, de bien, hasta la
total carencia de estos atributos, identificada con la pura potencia –la
materia prima–. El bien resulta ser así una categoría trascendental de todas
las cosas.
Efectivamente, cuando se valoran las cosas como buenas o
malas, y se hace una distinción entre la forma (espíritu) y la materia, es
natural identificar las primeras con lo espiritual y las cosas malas o carentes
de bien con lo material. Santo Tomás suponía que la bondad está en relación
directa con la calidad espiritual del ser en cuestión, siendo Dios espíritu
puro y, por lo tanto, infinitamente bueno. Para santo Tomás todo encajaba
estupendamente bien. Pero la realidad no se presenta de manera tan conveniente,
como analizaremos más adelante. Como la ciencia moderna lo implica (y Teilhard
de Chardin lo dedujo), de existir una jerarquía, ésta no es ontológica, sino
que está en función de la complejidad, y la complejidad es el resultado de la
evolución que sufre la materia en el curso de su estructuración en el tiempo.
Además, el problema que la jerarquía ontológica tomista no
llega a solucionar es el de la justicia divina y del sufrimiento inmerecido,
resaltada en el Libro de Job. Ciertamente, a este problema se le había dado una
solución en el mito del “Juicio Final” por el cual, después de la existencia
terrenal, se premia al justo, salvándolo, y se castiga al pecador, condenándolo
por toda la eternidad. Pero esta solución no sería aceptable cuando se niega la
posibilidad de existencia eterna a quien no se salva. Tampoco es fácil de
aceptar cuando quien sufre y carga enormes penas es un justo. En el fondo del
planteamiento de este problema existen algunos supuestos. Uno de ellos es que,
a pesar de que la naturaleza es obra de Dios, Él debería intervenir
milagrosamente en ella, alterando el curso de las cosas, para manifestar su
voluntad llena de justicio o bondad. Este supuesto proviene de un conocimiento
precientífico de cómo funcionan las cosas en un universo dominado por deidades.
Supone que el justo debería estar en la gracia de Dios.
Lo que toda persona debiera asumir es que tanto el
sufrimiento como la muerte son partes de la condición humana que nos viene por
ser miembros del reino animal y partes del universo. La salvación prometida por
Jesús es la liberación transcendente de esta condición en una vida en la gloria
de Dios.
Dualidad y dualismo
Pero el supuesto más importante es que la dualidad que
distingue el espíritu y la materia es la base para el dualismo que establece la
existencia del bien y del mal como entidades en sí y no como propiedades
relativas de las cosas en sus interacciones con las personas. Es conveniente
tener presente que el dualismo no es cosa del pasado, sino que está plenamente
vigente. Hasta no hace mucho la existencia de la vida terrestre, por ejemplo,
estuvo amenazada por un holocausto nuclear que líderes políticos y pueblos no
hubieron vacilado en desencadenar a causa de adherir a una yuxtaposición de
ideas y mitos maniqueos, milenaristas y dualistas. A los unos, su ideología fue
generada por el milenarismo mesiánico (un marxismo-leninismo superpuesto al
cristianismo ortodoxo en camino al nacionalismo), a los otros les llegó del
milenarismo revolucionario a través de la creencia en la predestinación
(calvinismo).
El milenarismo es aquella creencia apocalíptica del judaísmo
de la época inmediatamente posterior a la destrucción de Jerusalén, en el año
70 d. C. (ver Apoc 20, 1-6), junto a la creencia en un mesianismo glorioso, que
supone un futuro (que durará mil años, de ahí el nombre) de paz, amor y
justicia universal que vendrá después de un necesario conflicto escatológico
entre las fuerzas del bien y el mal y en el cual el mal será derrotado, y que
coincidirá con una segunda venida de Jesucristo. Durante la Guerra Fría cada bando
tendió naturalmente a creer que sólo el propio era el bueno y el contrario era
el malo. Anteriormente, el nazismo había establecido el Tercer Reich que iba a
durar mil años. Una ideología mesiánica supone, además, que el mal se combate
con la violencia, del mismo modo como se supone que lo malo en uno se combate
con la penitencia corporal.
Incluso en países tradicionalmente católicos, donde se piensa
más bien en términos de pecado, penitencia y perdón, lo que supone que el ser
humano posee una naturaleza incompleta (en potencia, según la filosofía
aristotélica), pero ni buena ni mala en sí, el dualismo calvinista, que divide
las personas entre buenas y malas, entre aquéllas que han sido predestinadas
para salvarse y aquéllas que lo han sido para condenarse, ha penetrado profundamente
a través de los medios de comunicación de masas elaborados principalmente en
Hollywood. El estereotipo del héroe es el de un “jovencito bueno” que se
enfrenta con el “malo” de la película. Además se considera éticamente apropiado,
y también se espera, que el “jovencito” termine siempre por ganar, como lo hizo
legendariamente una vez el arcángel Miguel, y también san Jorge, el de la
leyenda medieval. De otra forma la película en cuestión es considerada inmoral,
aunque el “malo” termine destripado. No debemos ignorar que para glorificar sus
acciones la historia la escriben los vencedores, por muy “malos” que hayan
sido.
En la concepción calvinista las personas son buenas o son
malas por designio divino establecido desde la eternidad. Si son buenas, lo son
siempre, y si son malas, lo son sin remisión. En esta concepción no puede
existir ni el pecado ni la penitencia, pues quien es bueno no puede pecar, y
quien es malo, de nada le sirve la penitencia para mejorar. La creencia en la
predestinación resta toda importancia al libre albedrío en la acción de
salvación.
Pero no todo está dicho con esto. En la actualidad sufrimos
el agobio de los integristas islámicos y de otras religiones. La base de la
creencia en el integrismo es extender el poderío divino a la soberanía nacional
en la suposición de que nadie puede legítimamente restarle un ápice a un dios
soberano. Todo aquél fiel que acepte un gobierno elegido democráticamente es
enemigo de este dios. Igualmente, los infieles son pasivos a ser castigados por
no acatar la voluntad divina dictada por medio de quienes se arrogan la
autoridad para interpretar sus designios.
Desde otro punto de vista, si se supone junto con G. W.
Leibniz (1636-1716) que éste es el mejor de los mundos posibles, “pues si no,
no habría tenido Dios razón suficiente para crear un mundo”, tendría que
desecharse la teoría de la evolución del universo. Cuando se acepta un tipo de
mundo como el mejor posible, se está negando que éste pueda haber sido o pueda
ser en el futuro distinto, pues ya no podría ser el mejor posible, o los otros
no serían el mejor posible, contradiciendo la razón suficiente de Dios para
crear el mundo.
Solución del problema del bien y el mal
Una filosofía fundada en la noción de la unidad del ser no
tiene otra salida que valorar las cosas mismas como buenas o como carentes de
bien, como lo hizo santo Tomás de Aquino. El problema es que la filosofía del
ser está forzada a concebir el bien, o lo bueno, como una categoría
trascendental del ser, y no como una cualidad de la funcionalidad de todas las
cosas. Si se considera que tanto lo bueno y también lo verdadero como lo bello
son sus propiedades trascendentales, entonces el ser trascendental es
inmutable por ser uno, que sería otra de sus propiedades trascendentales. En
cambio, como lo he señalado en mi libro La
llave del universo, los seres reales, aquéllos que existen realmente en el
universo, son esencialmente mutables tanto como son múltiples, siendo
justamente éstas las dos propiedades trascendentales que debieran ser consideradas
como verdaderamente propias del ser.
Asimismo, el Génesis
nos cuenta que después de haber creado el universo y la primera pareja humana,
“vio Dios que todo cuanto había hecho estaba muy bien” (Gen 1,29). La idea que
la tradición nos ha transmitido y por la cual nos hemos acostumbrado a ver las
cosas es que Dios, en toda su sabiduría y poder, creó un universo perfecto y
acabado. La explicación bíblica que da cuenta del sufrimiento y la muerte ha
sido por el pecado de desobediencia de la primera pareja. La teología paulina
ha puesto el énfasis en el sufrimiento que Jesucristo quiso soportar en su
pasión y muerte en la cruz como sacrificio propicio ante Dios para redimirnos
de este pecado que marcó a toda la humanidad. Desde entonces, quien cumple con
la ley divina y recibe su gracia está a salvo. La misericordia y la bondad
divinas se manifiestan a quien se arrepiente de sus pecados y cumple la ley.
Por su parte, la historia que emerge del conocimiento
científico es bastante distinta. El universo que la ciencia encuentra no es
precisamente un lugar de armonía y bondad, sino que de conflicto, destrucción y
estructuración, donde existen colosales fuerzas desencadenadas. En ese universo
ha emergido la vida con aptitudes para sobrevivir y reproducirse, y en el curso
de su evolución ha aparecido el ser humano, quien no es justamente un ángel
caído, sino que el brote más maravilloso del conflictivo universo.
Para comprender realmente el problema del bien y el mal,
deberemos superar tanto la filosofía del ser como la tradición religiosa y
analizarlo desde la perspectiva de la complementariedad de la estructura y la
fuerza. El cambio propio de la naturaleza genera nuevas cosas a la vez que producen
destrucción y muerte. El resultado del cambio es frecuentemente la
disfuncionalidad. Las cosas existen en un medio ambivalente de abundancia y
escasez, de oportunidades y peligros a la propia existencia. El universo donde
existimos es la realidad donde conviven el gozo y el placer, la alegría y la
tristeza, la felicidad y la desgracia. Para alimentarse se debe matar; para
existir se debe destruir. Nuestra auto-estructuración se produce tras la
desestructuración de otros.
Así, pues, el universo no es un lugar de paz y armonía.
Dios, su creador, no tuvo la intención de establecer el orden, la bondad, la
belleza, que son categorías abstractas de nuestra mente, sino que quiso
posibilitar la estructuración de cosas cada vez más funcionales, en escalas cada
vez mayores, a través de la fuerza, a partir de la energía primigenia. Por eso,
en el principio no fue la luz de la unidad, de la verdad ni de la bondad, sino
que la poderosa luz de la energía infinita divina que se traspasó al universo y
comenzó a iluminar a partir del big bang. Tal es el universo real y no el mejor
posible ni tampoco el perfecto.
La relatividad del
bien y el mal
Por ello, a partir del análisis de las cosas a través del
ser concebido como una complementariedad de estructura y fuerza, y que desde
luego obvia la dualidad espíritu-materia, podemos concluir lo siguiente:
Primero, las cosas no son ni buenas ni malas en sí, en forma absoluta, ni como
referencia a algo absoluto, sino que lo son con relación a otras cosas. Luego,
las cosas son buenas o malas en forma relativa, según se relacionen entre sí.
Segundo, no se puede predicar de las cosas lo bueno o lo malo de manera
unívoca, sino que el grado de estas categorías fluctúa entre lo óptimo y lo
pésimo. Y tercero, estas categorías no se pueden predicar únicamente o bien de
las estructuras o bien de las fuerzas, sino que de la relación que existe entre
ambas, esto es, de la funcionalidad. Por lo tanto, el grado de bondad o maldad
en las cosas puede ser aplicado únicamente a su funcionalidad. Esta idea es
importante para superar cualquier tipo de dualismo, como veremos a
continuación.
En primer lugar decimos que algo es bueno o es malo cuando
una acción esperada se realiza o no se realiza, o se realiza de modo
imperfecto. Vemos entonces que la cualidad de bueno o malo no se achaca a la
cosa, sino a su funcionamiento. Así, la causa de que algo no funcione bien
puede deberse a una falla estructural o una deficiencia de la fuerza. Un
cuchillo es bueno porque tiene filo.
En segundo término decimos que algo es bueno o es malo
cuando valoramos la funcionalidad de la acción desde el punto de vista de
nuestra supervivencia y reproducción, y según nos afecte en nuestra
conveniencia y bienestar. Esta valoración pragmática y utilitaria es, desde luego,
subjetiva, pero dispone de una base objetiva que corresponde a la universalidad
y determinismo de las leyes de la funcionalidad: aquello que es concebido como
bueno o malo (en el sentido de beneficioso o no) para mí, es concebido
corrientemente como bueno o malo para ti. Una aspirina es buena porque quita
tanto tu dolor de cabeza como el mío. También una dosis muy alta de aspirina
puede producir gastritis a ambos.
En tercer lugar decimos que alguien es bueno o es malo
cuando nos referimos a sus acciones desde el punto de vista de las normas
éticas o legales. En este sentido, los seres humanos nos hacemos responsables
por nuestras acciones ante los demás, quienes juzgan nuestra acción según los
derechos y deberes que nos son reconocidos, según las normas de equidad, los
sistemas jurídicos o, simplemente, las buenas costumbres que son aceptadas por
el grupo social, para declararnos inocentes o culpables, estando dichas
acciones sujetas a sistemas de premios y castigos. Por lo tanto, si alguien es
juzgado por su acción y determinado que ha actuado bien, en conformidad con las
normas, entonces es considerado bueno y es premiado. Por el contrario, si ha
actuado contraviniendo las normas, entonces es considerado malo y es castigado.
A este respecto, el buen ladrón es una contradicción de términos.
Por último decimos que actuamos bien o mal desde el punto de
vista de la intencionalidad. Esta acción deliberada pertenece a la moral, y el
juicio lo hace el sujeto en su propia conciencia, siendo, por lo tanto, eminentemente
subjetivo. La única base objetiva para este juicio de quien ejecuta la acción
es aquélla que fue explicitada hace tanto como el nacimiento de la filosofía:
“amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Este único fundamento de
toda la moral enjuicia instantánea y personalmente nuestra acción causal
intencional. Incluso Jesús amplió este mandamiento a un amor sin condiciones:
“un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como yo os he
amado, así también amaos mutuamente” (Jn 13,34).
Cuando cosas que consideramos buenas o malas contradicen
otras cosas que valoramos de la misma manera, procedemos a ordenarlas
axiológicamente en escalas valóricas y a categorizarlas. En este respecto
hablamos de jerarquía de valores, de medios y fines, de justificaciones, de
juicios de valor. Pero el valor de estos juicios no es absoluto, sino relativo,
pues depende del punto de vista adoptado.
El que en el universo, que es la realidad creada por Dios,
las cosas no funcionen entre sí de modo armónico y pacífico se debe a la manera
que tiene la materia para estructurarse a partir de la energía, tal como la
ciencia ha estado descubriendo y formulando en leyes naturales que norman el
cambio y la relación causal. Una cosa debe ser destruida para que otra emerja;
un animal debe morir para alimentar a otro. Los seres humanos somos parte de
este universo de destrucción y estructuración. Tanto como somos afectados por
las leyes naturales, nosotros intervenimos en el devenir según nuestra acción
intencional. Pero como somos también libres a causa de nuestra razón, nuestra
acción intencional tiene además una dimensión moral.
CAPÍTULO 4 - LA FINALIDAD DE LA ACCION
El ser humano se
enfrenta a dos problemas correlacionados. Cualquiera que sea el sentido que le
dé a su existencia, toda persona está radicalmente escindida entre, por una
parte, su necesidad biológica por sobrevivir y reproducirse, que es el ámbito
propio de la ética, y, por la otra, las valoraciones de carácter transcendente
que aparecen ante su conciencia, como la verdad, el amor, la justicia, la
libertad, que pertenecen al ámbito de la moral. Su acción no es entonces tan
simple como la de un animal que actúa oportunistamente en respuesta sólo de
mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. Por el contrario, su
acción tiene intencionalidad y ésta proviene del razonar deliberado. De ahí que
por su capacidad de autodeterminación la acción moral le pertenezca en forma
exclusiva, más allá de otras consideraciones, inclusive éticas y legales. El
segundo problema se puede expresar crudamente en qué sentido tiene una vida que
acabará necesariamente con la muerte, siendo vano todo intento por liberarse de
ésta.
Lo biológico, lo racional y lo transcendente
El ser humano se caracteriza de entre todos los seres porque
posee una existencia escindida y tensionada. Esta característica esencial de su
ser, que rompe de alguna manera con su unidad, es producto de la yuxtaposición,
en su estructura, de sus dos subestructuras básicas constituyentes, pero que se
producen a distintas escalas. Éstas tienen funciones tan distintivas que
parecen contrarias.
Estas subestructuras no son ciertamente el alma y el cuerpo.
Por cierto, tampoco es la tensión existente entre la razón y la afectividad,
que son estructuras analizables por la filosofía y la ciencia, y en especial
por la psicología. Sin duda alguna, todo ser humano requiere una unidad estructural
para conseguir un comportamiento coordinado y sin sorpresas si quiere
sobrevivir. Las excepciones de una ruptura estructural que inciden sobre una
conducta unificada podrían agruparse en cuatro clases: los esquizofrénicos
tienen conductas desestructuradas que son involuntarias, pero conscientes; la
conducta de los hipnotizados es tanto involuntaria como inconsciente; las
conductas de los actores son tanto voluntarias como explícitas; por último,
está la conducta voluntaria de los mentirosos, la que no es por supuesto
explícita, pero está llena de falsedad.
La escisión existencial de los seres humanos radica en que,
por una parte, poseemos una estructura racional de enormes capacidades
intelectuales, desarrollada a partir de una estructura biológica animal, y por
la otra, una estructura que se sustenta en una escala superior de la
estructuración de la conciencia. No se trata de una perspectiva neoplatónica
que supone que las ideas más bellas y sublimes nacen y se cobijan en un templo
corrompible y lleno de bajas pasiones. El punto es que la estructura racional
de la conciencia de sí, estructurada a partir del pensamiento abstracto y racional,
persigue naturalmente, como es también el caso de la conciencia de lo otro, la
supervivencia y la reproducción.
Pero este interés se contrapone al de la conciencia
profunda, que busca en cierto modo lo absoluto y lo eterno en la
transcendencia. Esta no debe entenderse como una proyección en una escala
superior del deseo de supervivencia que persigue el poder y la gloria imperecedera,
propia de la conciencia de sí, sino que debe pensarse como la búsqueda que
parte desde un conocimiento de sí como una mismidad que no se conforma con una
realidad percibida como algo relativo.
Vemos, por lo tanto, en el ser humano la profunda división
entre su origen necesariamente inmanente y su destino posiblemente transcendente,
entre su ser lleno de limitaciones y sus anhelos de transcendencia.
Efectivamente, todo conflicto en la naturaleza proviene del choque de fuerzas
diferentes, desestabilizando el equilibrio estructural natural de una cosa. En
consecuencia, el conflicto existencial humano surge del encuentro de dos tipos
de fuerzas muy distintas que se desencadenan en su propia estructura,
desestabilizándola, y que provienen de las dos subestructuras funcionales
mencionadas.
Un primer aspecto de esta escisión se refiere a nuestra
respuesta de vida frente a la muerte. En efecto, a causa de nuestro ser animal,
poseemos un ansia intensa de supervivencia. Por otra parte, nuestra razón nos
asegura que algún día moriremos. En respuesta a este anhelo, procuramos
perpetuarnos a través de nuestras obras, nuestro poder, nuestra riqueza,
nuestra gloria, nuestra descendencia. Posemos entender que tal sentido de
posesión es de una ilusión absolutamente vana, pues tiene únicamente sentido
mientras se vive, y cuando se muere ya no se puede disfrutar de nada de
aquello.
En el aspecto más general de la vida la compleja escisión
comienza a vislumbrarse. Por una parte, al igual que el resto de los seres
vivientes, la acción humana procura satisfacer las necesidades que nunca terminan
por colmarse de modo permanente y que son demandadas por la urgencia biológica
para sobrevivir en un medio de oferta limitada, en el que el esfuerzo está
dirigido a ese perenne acechar oportunidades, obtener ventajas, consolidar
situaciones favorables, recurrir a medios de defensa, buscar seguridad; además,
la conciencia íntima de su identidad propia, única e irrepetible le adiciona la
carga suplementaria de perseguir una solución para superar su reiterativa
soledad y mortal destino, en el afán por transcender su limitada y particular
existencia. Por otra parte, el ser humano, como ser racional, es capaz de
apreciar su propia existencia, relacionarla con la de los demás seres, desear
el bien o el mal al otro, abrigar esperanzas o dejarse llevar por temores,
descubrir el funcionamiento y la utilidad de las cosas, valorar lo bueno o lo
malo que encuentra en ellas.
Pero el ser humano no se reduce únicamente a la dicotomía
animal-racional, que en el ámbito de la conciencia se expresa en la conciencia
de lo otro y en la conciencia de sí. La definición del hombre de Aristóteles
“animal racional” es correcta siempre que se entienda sólo dentro de este
universo espacio-temporal. Sin embargo, el ser humano es un ser que, aunque
perteneciente a este universo, es radicalmente distinto del resto de los seres
del universo. Pertenece a un orden único: el de aquellos seres cuya existencia
está por esencia escindida y tensionada, precisamente por la unión de la
pluralidad de lo racional de la conciencia de sí con lo singular de lo
transcendente de la conciencia profunda.
La suma de estas dos estructuras, funcionalmente tan
distintas, produce un ser muy complejo en su funcionalidad y en el ejercicio de
la fuerza. Por una parte, el ser humano tiene la capacidad para imaginar su
futuro, planificar la acción, verse a sí mismo y compararse con otras cosas y
personas, desear el poder y la gloria; por la otra, puede vislumbrar el
misterio de una realidad transcendente. En consecuencia, a causa de su
capacidad racional el ser humano está escindido, pues esta función propia de
este universo le permite conjeturar acerca de lo que lo transciende.
En la base de las múltiples formas que la historia ha presenciado
sobre la concepción que los seres humanos tenemos sobre nosotros mismos se
encuentra aquella original y radical fractura en su constitución estructural.
Pocas veces tal escisión y tensión han sido reconocidas explícitamente, pero
muchas han sido las soluciones propuestas para los síntomas que ella produce.
La doctrina del castigo divino impuesto a toda la humanidad a consecuencia del
Pecado Original cometido por la primera pareja humana es un antiguo
reconocimiento de que los seres humanos no funcionamos ordenadamente. Había que
reconciliar la capacidad para conocer el bien y el mal, condición que supone la
creencia en que el ser humano había sido creado a imagen y semejanza de Dios,
con el hecho de que tengamos que sufrir para sobrevivir y luego morir.
Tal como la anterior, otras explicaciones al problema
humano básico de la unión de lo racional con lo singular han sido propuestas.
Entre ellas consideremos, por ejemplo, la involuntaria dependencia de la
existencia de un permanente conflicto entre el bien y el mal; un destino
determinado por la influencia de los dioses; el determinismo inapelable de la
predestinación divina; la corrupta materialidad con que forzosamente debe revestirse
la pureza de un espíritu eterno. Por otra parte, las soluciones propuestas
cubren una gama también muy amplia. En el fondo está la creencia y la confianza
de que el conflicto existencial puede ser superado. Así, pues, se ha pretendido
encontrar la solución en algún aspecto clave y distintivo, como los siguientes
ejemplos: el imperio de la razón sobre la pasión; la sociedad sin clases; el
progreso tecnológico; el gobierno de sabios, tecnócratas, burócratas o
estratócratas; la liberación de tabúes impuestos por una moral rígida, tradicional
y arcaica; la imposición de una moral rígida, no tradicional y novedosa; el
crecimiento económico propulsado ya sea por la iniciativa privada y el libre
mercado, ya sea por la planificación centralizada y el Estado; la raza aria; la
libertad, la igualdad y la fraternidad; el acatamiento obediente a una voluntad
proveniente de Dios por delegación; la vuelta a la naturaleza primitiva; la
dieta vegetariana; la visita al psicoanalista.
Si bien existe en todo ser humano la escisión entre su razón
y su conciencia profunda, también se da en él una tensión entre su intelecto y
su afectividad, entre su razón y sus sentimientos, emociones y pasiones. En el
curso de la historia de la cultura occidental esta tensión ha ido tomando
diversas formas, las que subsisten, aunque nuevas formas aparezcan. Los grandes
filósofos de la antigua Grecia nos legaron el concepto de la dualidad espíritu
materia y la idea de que el espíritu, siendo superior a la materia, debe
someterla. En el siglo IV, san Agustín, recogiendo el sentimiento y las ideas
de los primeros cristianos, concluía que el Pecado Original imposibilita al ser
humano ser virtuoso por sí mismo. Estas ideas se proyectaron hacia la Edad Media en la
necesidad de castigar al cuerpo para salvar el alma. El Renacimiento produjo
una revalorización de la capacidad de autodeterminación de la persona y de la
libertad personal. La
Edad Moderna generó el gentleman y la idea de que la razón
debe someter imperturbablemente a sentimientos, emociones y pasiones,
exceptuando tal vez el amor romántico. Nuestra época contemporánea ha olvidado
la dualidad griega y ha entronizado el cuerpo como sujeto de necesidades y
centro de la personalidad individual.
El sentido de la vida
El punto de partida en la reflexión sobre el sentido de la
vida es ¿qué significado puede tener la vida cuando su término es la muerte?
Ciertamente existe una contradicción entre nuestro afán por vivir y la muerte
que acabará necesariamente algún desconocido día con nuestra vida y que asecha
permanentemente. Adicionalmente, la muerte viene corrientemente acompañada de
sufrimiento, enfermedad, miseria y soledad, como significando lo vano que
resulta todo esfuerzo por liberarse de ella.
Una primera consideración en esta contradicción existencial
es que el sentido de la vida que una persona encuentra para su propia vida y
que sirve de referencia para su deber ser, confiriendo significado a su existencia,
es provisto en primera instancia por la cultura. Pero tal sentido de la vida no
conviene plenamente a la persona. La hace ser más funcional para la sociedad,
pero no es normalmente el más conveniente para su interés personal.
Especialmente, en la cultura contemporánea el sentido de la vida, que es el
moldeado por la publicidad, conviene más a la sociedad de consumo, lo que
explica el exitismo y el hedonismo generalizado. Pero este sentido de la vida
es espurio, siendo una falsedad fabricada por el poder del capital que domina
la cultura en la actualidad. En realidad, la cultura no es la verdadera norma
que debe dictaminar cuál debe ser el mejor sentido de la vida para los seres
humanos, pues, por una parte, ella es capitalizada por los intereses definidos
de ciertos grupos de poder y, por la otra, ella tiene por función la
subsistencia de la estructura social, en especial de la minoría poderosa, y no
el destino último de los individuos que lo constituyen.
El verdadero sentido de la vida, aquél que conviene en
plenitud a las exigencias personales del individuo humano, debe ser encontrado
por el mismo individuo, en tanto persona y no en tanto unidad de la estructura
social, y se encuentra en una escala superior, aquella de la conciencia
profunda, tras desenmarañar la verdad que se oculta en mitos y leyendas. La
mayor plenitud del sentido de la vida va apareciendo en la medida que la
conciencia de la persona se va estructurando. La sociedad tiene por finalidad
respetar la libertad de toda persona para que cada una pueda encontrar el
verdadero sentido de su vida. En el fondo, de eso tratan los derechos humanos.
El afán por la supervivencia y la reproducción puede naturalmente
absorber por completo el esfuerzo que realiza un ser humano en su diario vivir.
A esta empresa puede dedicarle todo el interés vital; y de ella puede también
obtener recíprocamente un gran gozo. Tal como cualquier organismo biológico, un
ser humano puede realizarse satisfactoriamente en su vida sin que se interpongan
grandes conflictos existenciales y, si los hubiere, encontrar la forma de
superarlos. Incluso el conocimiento del hecho inevitable e incontrolable de la
muerte puede ser simplemente rechazado, suspendido o postergado, antes que aceptado.
Puede adoptar la creencia de que el sufrimiento terrenal tiene una recompensa
de felicidad eterna, basado en la constatación empírica de que tras un esfuerzo
se obtiene un beneficio, o en la capacidad humana para planificar y postergar
el goce. Así es fácil suponer que un intenso sufrimiento en la vida terrena
merece una mayor recompensa en una futura vida celestial. Lo único que la
creencia modifica es que la noción de existencia individual puede extenderse
indefinidamente después de la muerte.
Es claro que la muerte para un ser que está consciente de
sus consecuencias fatales y que persigue al mismo tiempo su supervivencia
produce indudablemente honda angustia. Y si las condiciones particulares no
demandan una renuncia, en el afán de superar mediante el olvido la angustia el
individuo puede sumergirse hondamente en una intensa actividad inmanente y
egocéntrica que le puede reportar satisfacción, aceptación e, incluso, estima.
La felicidad es el estado de la existencia que cada ser
humano persigue afanosamente. La sabiduría popular describe la felicidad de
variadas maneras. Un popular dicho la resume como "salud, dinero y
amor". Otro, como "algo que esperar, algo en qué pensar, alguien a
quien amar". Anoté anteriormente que la felicidad es funcional a la
supervivencia de cada ser humano, siendo una señal de la calidad de vida y un
síntoma de nuestro éxito en nuestra lucha por la existencia, que es en lo que
consiste la vida. También la felicidad es algo que es tan buscado como la
supervivencia, suponiéndose que no vale la pena vivir si no se es feliz o, al
menos, si no se tiene la posibilidad de serlo en un futuro previsible. La
cultura contemporánea, bautizada “posmoderna”, se puede caracterizar por el
relativismo, el agnosticismo, el escepticismo, el hedonismo. Se encuentra ya
muy lejano aquel tiempo cuando la vida era considerada, en su etapa terrenal,
como un sufriente y doloroso peregrinar, y la principal preocupación de los
seres humanos era la salvación eterna.
Entre ambas concepciones se ha interpuesto la ciencia
moderna que nos ha brindado grandes conocimientos, los cuales no han podido,
sin embargo, reemplazar aquellos de la degradada sabiduría ancestral que se
ocupaba de las últimas cosas. Por su intermedio, la tecnología ha traído bienestar
a grandes masas de seres humanos y, al menos, expectativas al resto. Los
descubrimientos científicos han desentrañado, por otra parte, las causas del
acontecer y ha encontrado que éstas provienen del funcionamiento de las cosas
del universo y no de fuerzas extra-universales. La ciencia ha unido la
felicidad con la inmanencia.
Cuando la vida es dura, monótona y sin mayores esperanzas,
el gozo no es en efecto lo habitual; en cambio, lo normal es el dolor y el
sufrimiento. La vida es entonces imaginada como el peregrinar en un valle de
lágrimas. En esta situación el pensamiento se dirige a raciocinar sobre alguna
justificada retribución que se busca en una vida ultramundana, donde quien
ahora sufre será naturalmente feliz una vez que muera, pues no tendría sentido
tanto padecimiento y tormento en este mundo si no hay recompensa en el otro, y
donde también quien hace sufrir para ser feliz será castigado en el otro mundo
con padecimiento y tormento.
Esta forma de sentir se expresa en un funeral. Este rito de
pasaje no es puramente un asunto ecológico que trata de la mejor manera de
deshacerse decorosamente de un cadáver que pronto apestará. Principalmente
representa lo que se supone es el juicio divino. Si en vida el finado fue
justo, se supone que será debidamente recompensado para toda la eternidad,
siendo el funeral motivo de cierto gozo. Habrá un cierto sentimiento de pesar
y repudio si el sujeto del funeral fue en vida un bellaco, lo que se
manifestará por una menor concurrencia y esplendor. El prototipo extremo de
este sentir se encuentra en los faraones, quienes en vida se juzgaron a sí
mismos con la máxima benevolencia por la forma como dispendiaron fortunas en
sus sepulturas, siendo el veredicto el poder, el esplendor y la soberanía
eterna. Para el Greco y sus contemporáneos el Conde de Orgaz debió haber sido
un personaje estupendo, o al menos con el suficiente dinero para haber
encargado tal pintura.
Por otro lado, cuando la vida se presenta brillante y llena
de oportunidades, posibilidades y gozos, las consideraciones de una vida
ultramundana son relegadas a la trastienda de la conciencia (aunque las
angustias y las tensiones experimenten un creciente aumento proporcional al
aumento de la edad y a la cercanía de la muerte), pues el gozo y el placer son
tan posibles como reales durante la existencia mundana. Tanto en esta situación
existencial hedonista como en aquella que cree en una vida ultramundana
gozosa, como recompensa a tanta pena, quedan con una respuesta parcial, o
simplemente sin respuesta, varias preguntas: ¿Cuál es el significado de la vida
humana que no sea únicamente la felicidad? ¿Qué otra cosa es la felicidad que
no sea únicamente funcional a la supervivencia y a la reproducción? ¿Para qué
sirve la libertad que no sea únicamente la búsqueda de la felicidad? ¿Por qué
amar que no sea únicamente para ser feliz?
Respuestas más plenas, no obstante, se encuentran en una
concepción de la vida a otra escala que únicamente la conciencia profunda puede
entender. La felicidad es un síntoma de que un individuo lo está haciendo bien
en su anhelo de vivir. También las unidades que producen felicidad no son
unívocas ni intercambiables. La escala de las condicionantes externas no logra
entender las respuestas que la escala de la conciencia profunda puede tener.
Ésta puede valorar tanto una dimensión inmanente de la vida según propósitos de
fama y fortuna, de éxito y placer, como una dimensión transcendente, donde la
humildad, el sacrificio y hasta la misma muerte adquieren un valor y un lugar
más allá de una recompensa que iguale o supere el sufrimiento experimentado. Y
en esta dimensión no basta únicamente la creencia en una vida ultramundana
feliz, sino que en la acción moralmente buena.
En este punto, que está fuera de la esfera del conocimiento
objetivo, se topan la filosofía y la teología, y se replantea el viejo problema
teológico de la justificación del ser humano. Nosotros optaremos por la postura
que afirma que es necesariamente doble: el ser humano se justifica por la fe y
las obras, es decir, por lo que cree y lo que hace desde una perspectiva transcendente.
A pesar de que esta doble justificación supone como fundamento un sentido de la
vida que únicamente la conciencia profunda puede encontrar, se puede
objetivamente señalar que el sentido de la vida humana no transcurre
necesariamente dentro de una misma escala. El ser humano es el único ser que
puede auto-estructurarse saltando a las escalas cada vez mayores que su
naturaleza le permiten.
La estructura personal de mayor escala y que coincide con el
objetivo último de la existencia humana, dándole su pleno sentido, es la
adquisición de la máxima conciencia de la realidad y su misterio. Esta trata no
sólo de las relaciones ontológicas y causales en sus dimensiones temporales y
espaciales, que son las de la historia y la geografía, sino que también del
universo, los seres humanos y Dios. Sólo así la afectividad humana puede
alcanzar los sentimientos más profundos, en tanto que la efectividad humana
puede, en su acción intencional, obtener resultados no sólo más beneficiosos y
válidos, sino que según una dimensión transcendente.
CAPÍTULO 5 - EL LENGUAJE
El lenguaje humano es
un código estructurado de signos cuya función es la comunicación. Como vehículo
comunicacional colectivo sirve para compartir el conocimiento y las
experiencias, estructurando culturas. Como vehículo comunicacional social
sirve para comunicar ideas, enseñar, dirigir acciones, expresar intenciones y
llegar a acuerdos. Como referente de las ideas sirve para pensar mejor. El
lenguaje sirve también para otorgar una modulación metafórica a la expresión
poética.
Lo humano del lenguaje
El interés especulativo y el esfuerzo experimental por
responder al “qué es”, al “por qué es”, y al “cómo es” ha conducido a la
filosofía y la ciencia a averiguar qué, por qué y cómo conocemos, pensamos y
nos comunicamos. En esta empresa el análisis del sistema de la lengua surge
como una clave esencial para comprender el mecanismo del conocimiento cuando
relaciona el pensamiento con la comunicación, e interviene en la acumulación y
estructuración del conocimiento colectivamente compartido. El lenguaje es una
estructura comunicacional que relaciona a los seres humanos en una estructura
cultural, a diferencia del lenguaje de otras especies animales que no consigue
estructurar culturas, al menos en forma muy incipiente.
En contra de algunas escuelas filosóficas platónicas de
análisis de la lengua, se puede afirmar que el lenguaje es esencialmente una
expresión del pensamiento abstracto y racional, y no que el pensamiento sea
una expresión del lenguaje. El pensamiento es naturalmente anterior al
lenguaje. El pensamiento no viene a la mente porque la persona sea capaz de
hablar, sino que el lenguaje existe porque la persona piensa. Además, muchas
veces el pensamiento es inexpresable por el lenguaje. Aunque ambos manejan
ideas, se diferencian en que el pensamiento es un productor de relaciones
ontológicas y lógicas, en tanto el lenguaje es un traductor de ideas, remitiéndose
a unir estas relaciones o conceptos a signos convencionales. Es natural para el
ser humano dar nombres a las cosas mediante la creación de signos verbales para
designar ideas. Estos signos pueden ser compartidos con otros para poder
comunicarse, constituyendo un pilar fundamental de la cultura. A través del
lenguaje, que es un producto del pensamiento y el conocimiento, se puede saber
qué una persona piensa y conoce.
Mientras el pensamiento como actividad intelectual e
intencional es dinámica, el lenguaje es una estructura significativa tan
estática que hasta puede ser grabada en mármol. Sin embargo, su significado
puede ser comprendido por nuestro intelecto para explicarnos, instruirnos,
informarnos o educarnos; también puede tocar nuestros sentimientos y hacernos
reír o llorar, alegrarnos o entristecernos, motivarnos o inmovilizarnos; en
fin, puede intervenir en nuestra deliberación intencional y afectar nuestro
libre accionar.
El lenguaje es una estructura comunicacional cuyas unidades
son las frases o sentencias. En esta escala cada frase es una estructura de
proposiciones compuesta por palabras. Por su parte, en la escala de las
palabras, cada palabra está asociada de modo significante a una estructura
conceptual cuyas unidades discretas son en último término las representaciones
ideas, imágenes y percepciones que nuestro intelecto forja a partir de la
realidad sensible. Por tanto, un concepto no posee un valor uno a uno con una
palabra de la misma manera como no se puede identificar pensamiento con
lenguaje. La palabra se asocia significativamente a un concepto que engloba la
diversidad de cosas concretas relacionadas entre sí de alguna manera y que se
estructuran en nuestro intelecto en su procesamiento de abstracción.
La estructura conceptual puede ser distinta entre los
individuos. Las imágenes de gatos que pueda albergar la mente de una persona
son muy distintas a las de otra. Ambas personas han tenido ciertamente
distintas experiencias sobre gatos. Sin embargo, ambas podrán comprender lo mismo
cuando se dice “gato” y podrán compartir idéntico concepto y, por tanto,
comunicarse entre ellas. Previamente, ambas personas han estructurado el
concepto ‘gato’ de modo abstracto para significar todos los gatos o la
universalidad de gatos.
El lenguaje facilita a un sujeto reflexionar en forma
conceptual y lógica sobre sí mismo, su medio y su relación con el medio, ya que
exterioriza el pensamiento a través de signos, los que pueden adquirir formas
más concretas y permanentes que la fugaz idea en el pensamiento. Con la ayuda
del lenguaje las ideas pueden relacionarse más fácilmente en proposiciones, y
éstas pueden ser ordenadas lógicamente con igual facilidad.
Las lenguas de todas las culturas humanas, por muy primitivas
que nos parezcan, son igualmente funcionales. La capacidad para compartir el
significado de signos es básica para la existencia de un lenguaje. Pero la
capacidad de pensamiento abstracto y lógico, que caracteriza a los seres
humanos, se destaca como el fundamento principal de un lenguaje conformador de
cultura. El hecho de que el lenguaje tenga una dimensión cultural se debe a
tres factores: 1º la sociabilidad tan característica de los primates que
buscan compartir experiencias, sentirse acompañados y ser considerados por los
demás, 2º la capacidad para estructurar ideas y relacionarlas con signos
lingüísticos convencionales, y 3º la necesidad de coordinar acciones.
Además, el lenguaje tiene una dimensión particularmente
única. Jean Piaget (1896-1980) ha señalado que, como contacto con el exterior,
aquél abre la compuerta al caudaloso torrente de la cultura dentro del
conocimiento del individuo que queda capacitado así para entrar a formar parte
de la comunidad cultural, que es la misma estructura social a la que pertenece
y que comparte una determinada estructura cultural. Por parte del individuo,
éste queda con una capacidad para extender y hacer real a otros individuos su
propio y personal mundo y comunicar sus intenciones.
Origen del lenguaje
Parece correcto sostener que el lenguaje fue surgiendo en la
especie homo sapiens en la misma
medida que sus individuos adquirían mayor capacidad cerebral para el
pensamiento abstracto y lógico. Es difícil de precisar en qué momento de la
evolución de los homínidos comenzó a aparecer esta capacidad. Probablemente,
los artefactos hechos por nuestros antepasados son un reflejo de nuestra
capacidad para hablar y nos pueden dar una medida de nuestra locuacidad.
Existen registros arqueológicos de toscos utensilios desde entre dos y medio y
dos millones de años, pertenecientes a la cultura olduvayense, propios del homo habilis. En el paleolítico
inferior, hace 1,65 millones de años, aparecen utensilios más simétricos y
funcionales, que se comprenden en la cultura acheulense que dura hasta hace
entre 200.000 y 100.000 años. En el paleolítico medio, desde hace 125.000 años
hasta hace 40.000 años, surge una nueva cultura, conocida como musteriense, que
es la del hombre de neandertal. Sus registros pétreos nos presenta instrumentos
mejorados, pero la gama no se amplía significativamente. Es ilustrativo
observar que el progreso registrado haya sido tan extraordinariamente
parsimonioso, observado desde nuestra vertiginosa cultura tecnológica.
Sin embargo, con la aparición del homo sapiens, hace unos 80.000 años, el registro de utensilios no
sólo muestra un acelerado progreso, sino que es posible advertir que las formas
manufacturadas fueron concebidas previa e intencionalmente mediante
meditación, imaginación y planificación, como es nuestra forma característica
de hacer las cosas. En el cerebro humano los centros del pensamiento y del
lenguaje son mayores que los destinados al control de movimientos. El
crecimiento de estas zonas fue proporcional al desarrollo del lenguaje y de la
capacidad para concebir ideas y forjar proyectos.
El lenguaje articulado, que es el utilizado por los seres
humanos, fue posible cuando en nuestros antepasados, en algún momento de la
evolución, después de hace 200.000 años, a causa de alguna ventajosa mutación
genética, probablemente más beneficiosa para una vida desarrollada en un medio
acuático que obligaba a permanecer por largos minutos bajo el agua pescando y
mariscando, la laringe adquirió una posición más baja en el cuello, lo que
permitía nadar y sumergirse más fácilmente. Esto produjo un aumento del tamaño
de la faringe, que es el espacio situado entre el fondo de la cavidad nasal y
la laringe y que constituye una cámara inexistente en los otros primates
conocidos. Esta ampliación estructural de la faringe nos permite emitir
justamente los sonidos vocales que requiere el lenguaje articulado.
No obstante, podríamos observar que si no se hubiera producido
esta transformación estructural en nuestro tracto respiratorio, no estaríamos
evidentemente hablando en forma articulada, pero habríamos, sin duda,
encontrado otro medio de comunicar nuestros pensamientos, pues la capacidad de
comunicación simbólica no depende de la estructura de la faringe, sino de la
estructura del cerebro. Desde la aparición de la escritura podemos comunicar
nuestros pensamientos sin necesidad de la voz articulada. Ahora, a través del
internet podemos presionar nuestros dedos sobre el teclado y comunicarnos en
tiempo real a través del ciberespacio.
El lenguaje, hablado o no, no surgió por la necesidad de
planificar una cacería ni tampoco para transmitir instrucciones para
confeccionar artefactos y recolectar frutos, como algunos han sostenido. El
antropólogo Richard Leakey (1944-) ha observado que en la caza rara vez se
habla para no espantar la presa, y que las especies que cazan en grupos muy
coordinados, como los perros salvajes, no necesitan naturalmente hablar, y
tampoco ladran. El propósito del lenguaje fue para comunicar mejor los
pensamientos y los sentimientos, las experiencias y los proyectos, las proposiciones
y los acuerdos.
A la inversa, sólo cuando fue posible estructurar ideas y
producir el pensamiento apareció plenamente el lenguaje. Tanto el contenido del
pensamiento como el del lenguaje son las ideas. El pensamiento se exterioriza a
través del lenguaje. El lenguaje transmite ideas, pero no es capaz de
transmitir directamente percepciones ni imágenes, sino a través de
descripciones que emplean ideas. Recíprocamente, las imágenes de la cultura
persiguen comunicar ideas. Así se dice que una imagen vale 100 palabras,
resaltando la distancia que existe entre imagen e idea.
Naturaleza del
lenguaje
El lenguaje no tiene existencia propia. Se origina en los
seres humanos. Por tanto existe porque existen seres que piensan y se comunican.
Sin embargo, se diferencia del pensamiento. El pensamiento y el lenguaje tienen
como sus unidades discretas las ideas, pero mientras el pensamiento genera, a
partir de las imágenes, relaciones ontológicas significativas, universales y
abstractas, que son las ideas y los conceptos, y produce relaciones lógicas con
éstos, el lenguaje une estos conceptos generados a signos convencionales
compartidos. El pensamiento salta de un punto a otro del espacio tridimensional
representado en su universo abstracto, mientras que el lenguaje avanza
siguiendo una secuencia estrictamente lineal. El pensamiento es un proceso
rápido y hasta simultáneo, en tanto que el lenguaje es un proceso penosamente
lento e intrincado. No obstante, el lingüista estadounidense, Noam Chomsky
(1928-), fue justo en señalar que para una buena parte del pensamiento
necesitamos de la mediación del lenguaje.
La estructura del conocimiento aparece compuesta por una
infinidad muy fluida y variada de unidades discretas de imágenes y estructuras
más complejas de ideas y conceptos. Estas unidades son representaciones
mentales de la realidad sensible. El conjunto de asociaciones duales de
unidades significativas con unidades significantes conforman la estructura del
lenguaje. Esto es, la asociación dual interdependiente de la estructura del
lenguaje consiste en la unión de dos unidades de distinta índole: un concepto
(el significado) con una imagen acústica o visual o táctil (el significante).
En cuanto a la imagen acústica, el sonido permite ser emitido y escuchado,
permitiendo que el lenguaje sea un reflejo del pensamiento de un sujeto que se
exterioriza mediante signos, primariamente auditivos, y secundariamente de
otros modos, los que son captados y entendidos por otro sujeto.
Los animales no hablan ni son capaces de crear cultura,
simplemente porque no tienen capacidad para sintetizar ideas ni conceptos a
partir de imágenes, sino que de una manera muy rudimentaria. El lenguaje animal
está constituido por señales sonoras, visuales, olfativas, táctiles, a modo de
signos, para señalar un significado diferente a dichas señales. Pueden
señalizar peligro, alimento, deseo sexual, agresividad, bienestar y una
cantidad de imágenes concretas semejantes, mediante conductas básicamente
innatas. Loros y tordos pueden aprender hasta nombrar objetos; chimpancés
pueden señalar símbolos que representan imágenes y pueden aprender determinados
comportamientos de sus semejantes; muchos animales pueden obedecer a domadores
y entrenadores. Pero ningún animal es capaz de elaborar ideas abstractas, ni
menos de relacionarlas lógicamente. Lo interesante del experimento del
fisiólogo ruso, Iván Pavlov (1849-1936) no fue comprobar que un perro salive al
escuchar una campanilla que ya había asociado con comida, sino que demostrar
que el animal es capaz de asociar una imagen acústica significante (la
campanilla) con una imagen muy concreta que produce deseo (la comida). Pero
esto está muy lejos de la capacidad para relacionar la imagen significante con
la idea abstracta de comida.
El sistema de la lengua
Fonética y gramática
La ciencia busca conceptos teóricos más amplios que permitan
englobar los problemas lingüísticos. A partir de la observación del hecho de
que cualquier hablante de una lengua es capaz de emitir mensajes que nunca se
han producido antes y es entendido por los oyentes el erudito prusiano Wilhem
von Humbolt (1767-1935) concluía que la lengua es una estructura compuesta por
unidades discretas finitas capaces de generar infinidades de mensajes. Podemos
señalar obviamente que las unidades discretas de los mensajes son las
palabras. Estas contienen un doble valor: como significante, o imagen acústica
o forma fonética y como significado, que es el concepto; ambos valores se unen
en la palabra.
En cuanto forma fonética, las palabras están compuestas por
un conjunto limitado de sonidos, que son aquellos que pueden ser emitidos por
la boca humana. A través de la adecuada estructuración de estas unidades
discretas, que son los sonidos, un loro puede pronunciar palabras. Que éstas
sean significantes depende que estén unidas a sus respectivos significados, y
esta unión la pueden realizar seres dotados de bastante mayor inteligencia que
el verde plumífero. No obstante, es posible entrenar un loro para que una la
palabra que emita, o significante, con un significado tan concreto como una
imagen, y poder comunicarse con éste.
A causa del doble valor de la palabra, es decir, como significante
y como forma fonética, la escritura fonética aventajó a la ideográfica y la
jeroglífica, en las que cada palabra completa está representada por una figura
o un símbolo, en cuanto logró determinar sus unidades discretas sonoras y
representarlas por letras, de modo que con un alfabeto limitado a más o menos
27 caracteres se puede escribir cualquier palabra. Es una lástima para los
chinos que sus dialectos no puedan aprovechar las ventajas del alfabeto, pues
sus palabras son monosilábicas, con lo que se reduce apreciablemente la
posibilidad de utilizar 27 caracteres para cubrir la totalidad de sus
monosílabos. El lenguaje hablado chino debe recurrir a los diferentes tonos de
voz para distinguir los múltiples homónimos. En consecuencia, para pasar del
sistema de ideogramas a uno alfabético cada sílaba debiera estar acompañada de
una nota de la escala musical de tonos que ellos usan.
El lenguaje une palabras, sus unidades discretas, según
reglas sintácticas para estructurar oraciones. A partir de los 27 caracteres o
letras del alfabeto se pueden formar las cien mil palabras, o más, que aparecen
en un diccionario. Con dichas palabras se pueden escribir infinitos libros,
cada uno conteniendo decenas de miles de oraciones distintas y completamente
significativas.
La teoría del
significado
El lógico alemán, Gottlob Frege (1848-1925), en defensa del
realismo, contradijo la tesis de Juan Locke (1632-1704), expuesta en su Ensayo sobre el entendimiento humano,
que las palabras son signos, no de imagen e imagen acústica, sino de los
objetos de la realidad sensible y están contenidos en la mente humana. La mente
asigna significados a las palabras, siendo el lenguaje una herramienta que
sirve para comunicar ideas. Entre el lenguaje y la realidad no habría relación
directa, por lo que la verdad es un asunto de palabras.
En contra del psicologismo de Locke, la teoría del
significado de Frege afirma que nuestras palabras se refieren directamente a
objetos. Los signos significan los modos de darse los objetos a los que nos
referimos con nuestras palabras. Frege distingue entre el objeto que designamos
con un signo (la referencia) y el sentido que expresa el modo de darse el
objeto. El sentido de una expresión no es una representación subjetiva, pues de
la referencia y del sentido del signo hay que distinguir la representación a él
asociada. La referencia de un signo es un objeto. Si el objeto es sensible, la
representación es una imagen interna, producto del recuerdo de las sensaciones
causadas por dicho objeto. Tampoco el sentido de una expresión de un signo es
una representación subjetiva y se entiende en la medida en que se tiene un
cierto conocimiento del referente. Los sentidos, que son los significados de
las palabras, pertenecen a comunidades de hablantes y no a las mentes de los
individuos y lo que es exclusivo de los sujetos son sus representaciones
subjetivas, de las que las palabras no son signos.
Significante y
significado
En el ser humano el lenguaje ha alcanzado un desarrollo
extraordinario gracias a la gran capacidad y funcionalidad de su cerebro. Estas
mismas características permiten al ser humano evocar y relacionar una imagen o
una figura, un concepto o una idea, que representan un objeto o una realidad
percibidos mediante los sentidos de sensación. La investigación lingüística se
ha centrado específicamente en la relación entre la palabra como combinación de
elementos fonéticos y el objeto de la realidad a la que se refiere y
representa. El lingüista suizo, Ferdinand de Saussure (1857-1913), fue el
primero en señalar que el signo lingüístico no une una cosa con un nombre,
sino un concepto con una imagen acústica, es decir, la palabra no transmite la
cosa, sino la idea de la cosa.
Para de Saussure el lenguaje es un sistema de signos que nos
sirve para comunicar nuestras ideas y conceptos, evocando en la mente de otro
las ideas y los conceptos de las cosas que se forman en nuestra propia mente.
Tanto la cosa ARBOL como la forma fonética ¡árbol! no pertenecen al sistema del
lenguaje. En cambio, el signo lingüístico es una asociación psíquica de una
imagen con una idea: el significante o imagen acústica, que es la huella
psíquica que se produce en nuestro cerebro al oír la palabra “árbol”, y el
significado, que es la idea que cada uno tiene de lo que es un árbol. Ambos
elementos están íntimamente unidos en nuestra mente de modo bipolar y
recíproco, componiendo en conjunto una entidad lingüística de dos caras
interdependientes, ya que el nombre evoca el sentido y el sentido evoca el
nombre.
Solamente el lenguaje abstracto es específicamente humano.
En cambio, muchas especies de animales avanzados han desarrollado lenguajes
para comunicar imágenes concretas, y sus signos son en parte instintivos y en
parte aprendidos, como algunos etólogos han logrado demostrar, por ejemplo, el
austriaco Konrad Lorenz (1903-1989). Experimentadores han conseguido que, por
ejemplo, loros, chimpancés, etc., lleguen a relacionar elementos fonéticos con
objetos de la realidad y darse a entender tanto como entender lo que el
experimentador le comunica cuando le habla. Pero estos significados son imágenes
concretas que evocan imágenes similares. La palabra “azul” que emite un loro
amaestrado está evocando en su mente la imagen del color azul. Un significado
más abstracto, como el concepto “azul,” sale de la capacidad de comprensión de
un animal.
De Saussure señalaba también que la unión imagen-idea del
lenguaje humano está dominada por una serie de leyes. Primero, el carácter
arbitrario de sus relaciones, es decir, la asociación significante es
convencional y resulta de un acuerdo entre los que emplean la lengua, pues nada
hay en la combinación de sonidos que componen ¡árbol! que la una con el
significado árbol. Segundo, el carácter lineal del significante es un
principio basado en la imposibilidad de que en un mismo mensaje puedan aparecer
de modo simultáneo dos significados, pues necesariamente uno tiene que seguir
al otro. Por una parte, el medio de comunicación no tiene la capacidad práctica
de transmitir más de un significado a la vez y, por la otra, la posición del
significado respecto al resto le otorga un significado adicional (sería
interesante la posibilidad de un lenguaje holístico, que es como funciona nuestro
cerebro). Tercero, la lengua es un conjunto de signos mutuamente relacionados
y recíprocamente unidos. Los signos no están aislados, sino que forman un
sistema o conjunto de relaciones que son las que definen los signos.
Podemos apreciar en consecuencia que el sistema general del
lenguaje contiene varias escalas sucesivas e incluyentes. En la escala inferior
existen imágenes acústicas o significantes y también ideas o significados. La
relación de estas unidades estructura uniones convencionales de imagen
(significado)-imagen (significante), usadas tanto por animales como por
humanos. En una escala superior la relación es de una imagen acústica con una
idea, que constituye el signo lingüístico o palabra y que requiere la capacidad
humana de abstracción. Estas estructuras se definen por otras, de modo que se
estructuran en la escala siguiente, tornándose en unidades discretas de las
estructuras conceptuales, que requieren secuencias de unidades que se ordenan o
subordinan entre sí en forma cualitativa y cuantitativa. Este es el caso del
orden existente en las sentencias de sujeto-verbo-predicado. Por último, en la
escala superior del sistema de la lengua, las estructuras conceptuales se
constituyen en las unidades discretas de la estructura lógica y que forma parte
de los raciocinios.
La teoría generativa
La teoría generativa, que fue concebida por el citado
Chomsky, es particularmente interesante para comprender el lenguaje como
función de la estructuración cerebral adquirida en el curso de la evolución,
pues presenta un notable descubrimiento. Procurando obtener el conjunto de
reglas que el hablante posee para construir y entender correctamente todos los
mensajes que son emitidos, Chomsky observó que existe una profunda relación
entre sintaxis y semántica cuando intentó dar respuesta al problema de cómo
una persona es capaz de adquirir el conocimiento de la lengua.
Por una parte, el sistema de reglas de una lengua es
extraordinariamente rico y abstracto; por la otra, la experiencia de datos
inmediatos que tiene un niño es muy limitada y fragmentaria. Sin embargo, un
niño, independientemente de su inteligencia y sin aprendizaje especial, asimila
sin dificultad alguna y con gran rapidez precisamente ese complejo sistema.
Chomsky hizo la comparación entre la fácil asimilación de dicho sistema con la
enorme dificultad que tiene cualquier persona para asimilar otro sistema tanto
o menos complejo que el de una lengua como, por ejemplo, el de la física
contemporánea. Concluyó que un sistema de conocimiento, como el de la física
contemporánea del ejemplo u otro cualquiera, se ha desarrollado como un tipo de
producto cultural a través de muchas generaciones de individuos y mediante la
intervención de muchos genios. En cambio, el sistema de conocimiento del
lenguaje, o del conocimiento del comportamiento de los objetos en el espacio
físico, es una propiedad del organismo humano. Este asimila aquél tipo de
sistema de conocimiento porque ya lo conoce, de la misma manera como adquiere
la facultad para alimentarse o caminar. Un ser humano posee esa capacidad en
el cerebro por su constitución genética desarrollada en el curso de la
evolución biológica.
En su teoría la gramática generativa es el conjunto de
principios o reglas innatas y fijas, que son parámetros programados en el
cerebro y que permite traducir combinaciones de ideas a combinaciones de
palabras. La gramática formal, que es un sistema combinatorio discreto que
permite construir infinitas frases a partir de un número finito de elementos
mediante reglas diversas que pueden formalizarse, caracteriza la sintaxis que
tienen las secuencias de palabras.
Realidad y
representación
Diríamos que para que el sistema de la lengua quedara
firmemente asentado en nuestra genética, no solo requirió de tiempo evolutivo,
sino que representó una ventaja adaptativa. La ventaja consistió, no tanto en
facilitar la sociabilidad de los individuos, como en representar las
representaciones psíquicas de la realidad de estructuras y fuerzas en símbolos
comunicables. El lenguaje es una representación simbólica de nuestra
estructura de pensamiento, y éste es una representación psíquica de la
realidad. Las unidades discretas del pensamiento son las ideas. En el lenguaje
las palabras representan ideas y, del mismo modo como las ideas se refieren a
cosas, sean estas estructuras o fuerzas, las palabras adquieren el valor
sintáctico correspondiente. Si Chomsky relacionó la semántica con la sintaxis
a través del lenguaje, es posible relacionar también esta relación con la
realidad misma.
Nuestros contenidos de conciencia son representaciones
psíquicas de la realidad sensible. En la realidad existen estructuras que se
relacionan entre sí porque son funcionales, ya que éstas están dotadas de
fuerzas. Nuestra mente, que busca entender la realidad lo más precisamente
posible –en ello le va la supervivencia al individuo humano–, estructura sus
representaciones según lo que se da en la realidad, pudiendo éstas ser
expresadas en el lenguaje en forma gramaticalmente correcta.
En gramática la palabra es un sustantivo o un adjetivo
cuando la idea representa directamente una estructura, y es una preposición,
una conjunción o un artículo cuando representa relaciones de estructuras. En
cambio, las palabras que representan fuerzas se agrupan en lo que en gramática
se designa como verbo, y aquellas referidas a modificaciones de fuerzas
corresponden al adverbio. Podemos advertir que sólo el verbo tiene tiempo; ello
se explica porque sólo la fuerza actúa en el tiempo. Igualmente, sólo los
sustantivos, juntos a sus adjetivos y artículos correspondientes, tienen
número, pues las estructuras pueden ser múltiples. También podemos notar que
las diferencias entre las acciones expresadas por los distintos verbos se
refieren al modo de ser funcional específico de cada estructura particular.
Cuando no es una simple identificación o definición de una cosa, toda oración
se refiere a una acción e interpreta siempre un proceso mecánico desarrollado
dentro de los parámetros espacio-temporales. El lenguaje siempre está referido
a nuestra realidad material, aunque sea el fruto de la imaginación más
descabellada, pues procede de nuestra experiencia que siempre tiene su origen
en la realidad sensible.
Lenguaje y pensamiento
Signos verbales
En la evolución de la especie humana el lenguaje y el
pensamiento se han ido desarrollando simultáneamente en la misma medida que ha
crecido y dasarrollado la capacidad cerebral. Sin embargo, el segundo es
naturalmente anterior al primero. Primero tenemos una idea representativa de un
objeto antes de unir aquella idea con una imagen acústica o gráfica en un signo
lingüístico. El conocimiento consiste en un flujo de representaciones de
distintas escalas de magnitud de la realidad sensible que son procesadas
progresivamente por el cerebro. Comienza con las sensaciones que nos llegan a
través de los sentidos. Éstas se constituyen en unidades discretas de la
percepción. En una escala superior las percepciones se estructuran como
unidades discretas de la imagen. En una escala aún superior las imágenes se
estructuran en la idea o concepto. Tanto las percepciones, las imágenes y las
ideas son contenidos de conciencia subjetivos y también representaciones de la
realidad objetiva, pero en escalas superiores.
La mente humana es capaz de estructurar las ideas desde lo
individual a lo más universal en lo que se llama pensamiento abstracto. También
ella es capaz de estructurar ideas para conformar proposiciones, y relacionar
las proposiciones de manera lógica, en lo que se llama pensamiento lógico. La
mente puede realizar esta actividad sin necesidad de recurrir a signos
lingüísticos, pero su uso hace más ágil el pensamiento. En el pensamiento los
signos lingüísticos omiten los procesos estructuradores, sustituyéndolos con
gran economía de esfuerzo. Ahorra tiempo omitir volver repetidamente hacia
atrás cuando puede valerse de elementos que son síntesis de laboriosos procesos
mentales y ocupan funciones determinadas en la estructura de las
representaciones como estructuras y fuerzas.
Sin embargo, las representaciones que generaron los
conceptos productos de la abstracción y la lógica, y que se mantienen presente en
el pensamiento, evocando todas las riquezas y la gama de matices que fueron
considerados para representar con mayor fidelidad la realidad, están ausentes
en las proposiciones de la lógica, la que se caracteriza porque es fría y
mecánica y porque considera solo el aspecto de la certeza de la proposición. Al
abstraer de un concepto toda la representación de la realidad para reducirlo a
una unidad discreta de la lógica, estamos obteniendo mayor conocimiento de ella
por las nuevas relaciones que inferimos. Para que el lenguaje pueda transmitir
la sutileza de matices que el pensamiento elabora debe recurrir a
adjetivaciones y analogías.
Desde el punto de vista de la lógica, nuestro pensamiento
tiene mayores posibilidades que el lenguaje para relacionar las ideas en
proposiciones, y relacionar las proposiciones en argumentos para inferir
conclusiones correctas. La creencia de que el lenguaje posee una flexibilidad
de significado tan amplia que puede reproducir cualquier contenido de
conciencia proviene de Aristóteles, y ha sido perpetuada hasta nuestros días
por el excesivo respeto a su doctrina. Sin embargo, el lenguaje verbal de
proposiciones compuestas por sujeto, verbo o cópula y predicado no siempre
tiene precisión. Su naturaleza es equívoca, su construcción es ambigua,
presenta vaguedades, contiene dichos desconcertantes y metáforas engañosas.
Además, queda corto para expresar la complejidad de la realidad que se
comprende y las enormes posibilidades del pensamiento.
Debemos tener en cuenta que el lenguaje no es necesaria ni
primariamente un sistema de comunicación; principalmente, es un medio para
alcanzar objetivos relacionados con la supervivencia y la reproducción. En este
sentido, los seres humanos tenemos la capacidad para verbalizar una gran parte
de los contenidos de conciencia. Pero cuando superamos los cuatro años de vida
no los articularemos si no responden a intenciones que se relacionan con intereses
individuales muy específicos. Siempre existirá un abismo entre lo que pensamos
y lo que decimos. Cada cual aprende desde temprano que el otro puede ser
inducido a actuar según la propia conveniencia mediante el empleo adecuado de
la lengua. También a través de una adecuada comprensión de la lengua podemos
frecuentemente comprender las ocultas intenciones del otro. Corrientemente, el
valor real de las palabras está oculto en su contexto.
Nuestra cultura valora correctamente el arte literario como
expresión válida de nuestras emociones y sentimientos. Sin embargo, existen
escuelas de pensamiento que identifican la literatura y su lectura con la
cultura y que pretenden encontrar las verdades más vitales tras los contenidos
ficticios por el sólo hecho de contener expresiones metafóricas de la realidad,
en la suposición de que la realidad es inasible si no es a través de la
analogía y la poesía. Esta tendencia, que identifica la cultura con la ficción
y la poesía, nos conduce a existir en un mundo confuso y equívoco, que poco o
nada aporta a la comprensión del ser humano y el universo, y que el placer de
la lectura no se remite únicamente a los géneros de la novela, el cuento, la
poesía o el teatro si no buscamos únicamente emociones y sentimientos, sino
que ampliar el conocimiento.
Lenguaje simbólico
Con el propósito de superar el equívoco formal del lenguaje
verbal la ciencia y la lógica han tenido que inventar lenguajes simbólicos.
Algunos son de simbología muy compleja y sirven para satisfacer las necesidades
de conceptualización, información y procesamiento lógico que el pensamiento humano
ha ido creando en su confrontación con la realidad objetiva. La ciencia emplea
el lenguaje matemático para describir simbólicamente la realidad y lo que
contiene. Ya Galileo había observado que “el libro de la naturaleza está
escrito en símbolos matemáticos”. Esto ocurre así porque nuestro universo,
constituido por estructuras funcionales, es esencialmente cuantitativo.
El valor principal del lenguaje matemático es suministrar un
sistema universal de símbolos cuantitativos. La cantidad es simbolizable por
números, que son las unidades discretas del sistema matemático. Así, si las
cosas del universo se reducen a cantidad, ya sea porque son extensas o
intensas, y por tanto cuantificables, también se pueden simbolizar. Además de
los espacios y los tiempos de las estructuras, la ciencia mide las magnitudes,
intensidades, direcciones, sentidos, duraciones, alcances y velocidades de sus
funciones. Combina las propiedades espacio-temporales con la naturaleza de las
estructuras y las fuerzas. Esto quiere decir que, si la cantidad puede
explicar la realidad, ésta puede traducirse a valores numéricos.
La ciencia se ocupa de la realidad y sus cosas relacionando
o uniendo las características de las fuerzas y estructuras con los parámetros
de espacio y tiempo mediante símbolos numéricos y combinando estos símbolos en
forma lógica, que es precisamente en lo que consisten las matemáticas en tanto
disciplina formal, y que es el contenido de la famosa obra de Bertrand Russell
y Alfred N. Whitehead, los Principia Mathematica.
De este modo, de una realidad aparentemente caótica, surge el orden y la
unidad del movimiento, la causalidad, los procesos y los mecanismos, las
hipótesis, las leyes y las teorías. El orden y la unidad propios de la realidad
se reflejan en el lenguaje matemático, el que ha sido posible gracias a
Pitágoras, para quien permite rebasar el lenguaje corriente en la
interpretación de la realidad.
Gracias al lenguaje matemático, el hecho cualitativo, subjetivo
y privado se convierte en un hecho cuantitativo, objetivo y comunicable. Las
sensaciones de calor y humedad pueden ser convertidas en cantidades precisas y
universalmente comprensibles, tales como 40° C, 99% de humedad relativa, color
anaranjado de 640 nanómetros de longitud de onda. Toda sensación que puede ser
medida puede convertirse en un concepto que es ontológicamente definido por sus
funciones. Toda definición puramente verbal y cualitativa puede ser
eventualmente descrita en términos precisos y cuantitativos.
No obstante la objetividad y precisión del lenguaje matemático,
la metáfora y la analogía en general son los modos usualmente empleados en el
lenguaje (como también en el pensamiento) para mejor sintetizar los hechos,
describirlos y ubicarlos en su propia realidad. Es mucho más sencillo y útil en
el diario vivir relacionar las representaciones de las cosas en forma
metafórica que cuantificarlas y relacionarlas numéricamente. Así decimos calor
infernal, humedad sofocante, o anaranjado intenso. El hecho es que los seres
humanos no somos afortunadamente exactas y precisas computadoras con lenguaje
binario, sino que somos esencialmente seres con emociones y sentimientos, con
proyectos y deseos, siendo las metáforas y las analogías más significativas que
los fríos números, pues involucran todo nuestro ser y nos coloca en una
dimensión más antropométrica. Tal como se dice que una imagen ahorra mil
palabras, podemos decir en este contexto que una metáfora ahorraría millones de
fórmulas y ecuaciones irrelevantes.
Si bien las matemáticas, por su exactitud, es el lenguaje
más preciso para referirse a las estructuras y las fuerzas, tienen una
limitante esencial. La formulación matemática no puede traspasar la barrera de
las escalas. Un físico puede llenar un pizarrón con fórmulas y ecuaciones para
referirse a un fenómeno físico, pero no podrá saltar de escala para incluir,
por decir, fenómenos químicos. Ambos tipos de fenómenos son comprensibles por
las matemáticas, pero dentro de sus propias escalas. El salto de una escala a
otra puede realizarse mediante la analogía, pero ahí cesamos ya de ser
deductivos, y nuevamente debemos recurrir al lenguaje descriptivo y analógico.
Lenguaje y cultura
Platón primeramente nos hizo creer con su mito de la caverna
que antes de vivir en el aquí y ahora, habíamos existido en el perfecto y
absoluto mundo de las Ideas. Dos mil años después, Rousseau nos reafirmó la
idea de que la cultura y sus instituciones del aquí y ahora venía a empañar
nuestro prístino pensamiento y modo de ser propios del mítico hombre natural.
Después de Darwin no es correcto pensar que el origen de los seres humanos
estuvo en Paraíso terrenal, tras lo cual, por cualquier circunstancia, devino
una caída, sino que nuestro origen es biológico y que la misma biología nos ha
entregado una mente que tiene la propiedad de permitir un comienzo de atisbar
la realidad desde un punto de vista abstracto y racional. A pesar de nuestra
innata inmadurez intelectual, propia de los primates que verdaderamente somos,
siendo nuestro pensamiento susceptible de ser hipnotizado, distorsionado por
las emociones e insumido en la ignorancia, podemos no obstante filosofar.
Anteriormente vimos que la estructura del conocimiento es
una producción de la estructura cerebral, asentándose allí. Aquí veremos que la
estructura del conocimiento colectivo es producto de muchos cerebros y se
asienta también en las manifestaciones culturales. Existe un pensamiento que
podríamos llamar social y que toda colectividad histórica llega a estructurar
en lo que denominamos cultura. Esto nos lleva a afirmar que una cultura
consiste en el pensamiento que surge de los individuos de grupos humanos
determinados, que es comunicado, socializado y compartido colectivamente de
una manera decisiva y duradera, dando una impronta al comportamiento social. En
el caso de la cultura, el término pensamiento social es tan amplio como para
cubrir desde los modos de pensar y actuar y las formas de expresarse y sentir,
hasta la conformación de los valores compartidos.
El sistema del pensamiento social, que es la cultura, es un
conjunto de concepciones particulares del modo de percibir la realidad, de
sentimientos, ideologías, tecnologías, escala de valores, manifestaciones artísticas,
etc. que pertenece a la colectividad y que conforman una sabiduría, un
comportamiento y una forma de sentir compartidos. La cultura surgió en el curso
de la evolución humana cuando fue intelectualmente posible transformar una
estructura, ya sea un utensilio, una estratagema de caza o un sotobosque con
una cantidad de semillas comestibles, para que cumpliera una función concebida
previamente y comunicara la manera de repetir esta nueva relación
estructura-función.
La cultura es un artificio humano que es acumulado y transmitido
por el lenguaje y no genéticamente. Las experiencias y conocimientos de los
individuos van engrosando el caudal de experiencias y conocimientos de la
colectividad. Cuando la memoria se escribe, adquiere mejores posibilidades de
perpetuarse y decantar lo valioso, aumentando significativamente la eficiencia
de la cultura para comunicarse, transmitirse e interactuar con el medio. Si
consideramos el hecho de que hace 120.000 años, a principios del Paleolítico
superior, la especie humana comprendía ya individuos cuya capacidad innata era
semejante a la de un Aristóteles, un Mozart o un Einstein, es sólo por el fondo
común de conocimientos y de experiencia acumulada por generaciones lo que nos
permite hoy hacer uso más completo de nuestra herencia genética. Newton decía:
“si pude ver más lejos que mis predecesores, fue porque ellos, gigantes de
talla, me levantaron sobre sus hombros”. Nos agigantamos cuando nos empinamos
sobre el lomo de la cultura; y la cultura occidental tiene un elevado lomo
gracias a que sus orígenes remotos se mezclan con la invención del lenguaje
escrito.
El crecimiento cultural es no sólo progresivamente
acumulativo, sino exponencial a causa de la actividad científica. Decenas de
miles de generaciones de nuestros antiguos antepasados del género homo apenas
si conocieron algún desarrollo cultural en el curso de su respectiva
generación, a juzgar por el registro arqueológico de decenas de miles de años,
el que nos muestra la existencia de escaso progreso tecnológico. Con el
desarrollo de la agricultura y la domesticación de animales, hace unos ocho a
diez mil años, se produjo un cambio cultural considerablemente mayor. En la
actualidad nos hemos acostumbrado tanto al desarrollo tecnológico como al
cambio cultural que éste trae aparejado.
La funcionalidad primordial de la cultura en cuanto estructura,
no es precisamente la de constituir el fundamento de la identidad de un grupo
social, sino la de conformar un instrumento eficiente de subsistencia
colectiva. La identidad de grupo es un subproducto y comprende otros factores,
como el territorio, la sangre, etc. La sabiduría acumulada concede un mejor
aprovechamiento de los recursos, y los valores compartidos permiten una
convivencia armónica y pacífica. No obstante no debe perderse de vista que su
valor no es absoluto, sino que es un medio de subsistencia del grupo social.
Naturalmente, la cultura posee también funciones que sirven
para unificar y cohesionar al grupo social con relación a otros grupos. Es
corriente que un grupo social se valga de la cultura, aquello que los
individuos comparten y con lo que se llegan a identificar, como medio de
defensa frente a la amenaza de grupos sociales competidores y de dominio sobre
grupos más débiles. La superación de los antagonismos socio-culturales no es
materia de una estructuración multicultural, sino que de la capacidad para
estructurar una cultura de una escala superior que sea funcional a esta
pluralidad social más compleja.
Lo anterior no quiere decir que el pensamiento social
determine el pensamiento individual al grado que lo apoque o, peor aún, que lo
reemplace, siendo que, para que una lengua sea viva, requiere de sujetos
parlantes vivos que piensen por sí mismos. El pensamiento siempre tendrá una
nota personal, puesto que es la persona quien muchas veces piensa por sí misma
y no se remite a repetir opiniones que flotan en el ambiente. Desde luego, la
estructura cultural no es capaz de producir relaciones ontológicas y lógicas,
ni de ontologizar las relaciones causales, pues esta capacidad pertenece
exclusivamente a cada ser humano individual. Se puede hablar de pensamiento
social cuando el conocimiento que se comunica tiene un modo especial de ser
comunicado y entendido. El lenguaje surgió para comunicar ideas. Luego, la
comunión de ideas, que es la cultura, liga a los individuos de una estructura
social determinada.
La estructura cultural comprende lo que corrientemente designamos
como ethos social, mores, costumbres. Su base es el lenguaje y éste constituye
su estructura comunicacional preferente. Pero el lenguaje no es solamente el
vehículo de comunicación de este sistema compartido por el grupo social;
también el lenguaje contiene implícitamente el pensamiento social. A través de
la adquisición del lenguaje un individuo adquiere también la estructura
cultural del grupo del que forma parte. La estructura cultural comprende el
conocimiento compartido, los significados comunicados, los valores éticos y
estéticos, las normas y los comportamientos prescritos y los ritos y mitos. En
este sentido, el lenguaje no es sólo una estructura compuesta por significados
y relaciones de significados sin notación, color ni resonancia especiales, como
el frío listado de palabras de un diccionario. Por el contrario, el lenguaje
social contiene una forma de apreciar la realidad muy particular y a veces poco
comprensible para individuos de otras colectividades.
Ciertamente, nadie posee la capacidad para tener presente
los infinitos aspectos de la realidad; en nuestro acercamiento a ésta algunos
aspectos de la misma se van destacando. Por otra parte, el conocimiento de la
realidad depende de nuestras pasadas experiencias, por lo que nuestra
apreciación de ésta es muy particular. Además, la mayor parte de este
conocimiento es colectivamente compartido. Por ello, el pensamiento social, es decir,
aquél que es compartido colectivamente, es marcadamente específico, centrando
el interés en temas particulares.
A partir de Piaget, ya citado, un individuo se va insertando
en el sistema del pensamiento de su grupo social en la misma medida que va aprendiendo
su lengua, pues, junto con la adquisición del lenguaje va absorbiendo tal
sistema, de manera que su propio pensamiento se verá moldeado y reforzado con
el pensamiento colectivo en el mismo acto de posesión del sistema. Al mismo
tiempo de adquirir toda la riqueza de ese sistema de pensamiento, hace suyo,
inconscientemente y sin crítica alguna, las limitaciones, pobrezas y
prejuicios que este mismo contiene. Por otra parte, la adquisición del sistema
le posibilita participar de lleno en la estructura social como miembro completo
suya, y a un extranjero le será muy difícil ingresar como un igual en la
colectividad. La sociabilidad característica del orden de los primates se ve
reforzada, en el ser humano, por el lenguaje, el cual los liga culturalmente.
Como contrapartida, el sistema de pensamiento social es en
gran medida una estructura llena de prejuicios. No toca el fondo de las cosas,
ni es crítico, sino que se mueve en un nivel de ensueño y frecuentemente de
hipocresía. Nadie desea encontrar conflictos sociales o existenciales,
prefiriendo ocultar la cruda realidad en un lenguaje anodino, eufemístico,
pero por todos comprendido, siendo de mal gusto salirse de los cánones
establecidos y la ética aceptada.
Sin embargo, lo anterior no significa que la totalidad del
pensamiento del individuo se sumerja, por decirlo así, dentro del pensamiento
social. Aunque de amplio espectro y muy envolvente, el pensamiento social no
posee el alcance ni la sutileza que muchos individuos suelen requerir en su pensamiento
crítico. El pensamiento social es aquél de la masa; aunque utilitario, es
insuficiente para aquéllos que buscan una mayor profundidad de pensamiento como
los poetas, los místicos, los científicos, los filósofos; aunque sirve para
interactuar con la colectividad, es insuficiente para interactuar consigo
mismo.
Lenguaje y percepción
A este mecanismo de participación cultural, el que se efectúa
mediante la adquisición del lenguaje, debe añadirse lo señalado por el
filósofo canadiense, Marshall McLuhan (1911-1980), para quien cualquier medio
de comunicación particular impone una correlación sensorial tan específica en
la apreciación que los individuos tienen de la realidad que determina el
mensaje, independientemente de su contenido.
La tecnología de las comunicaciones –la misma palabra oral,
la escritura alfabética, la imprenta y los modernos medios electrónicos–
afectan la organización cognitiva, lo que tiene profundas repercusiones en la
organización social. Si una nueva tecnología acentúa uno o más de nuestros
sentidos –el visual, el auditivo, el táctil– y se extiende a toda la
colectividad, entonces las nuevas relaciones generadas entre nuestros sentidos
afectan toda una cultura particular. Es comparable a lo que ocurre cuando se
cambia el tono a una melodía. Y cuando las relaciones de los sentidos se
modifican en cualquier cultura, entonces lo que antes parecía lúcido de repente
puede llegar a ser opaco, y lo que había sido vago u opaco se convertirá en
transparente.
La invención del tipo móvil intercambiable intensificó
significativamente y, finalmente, permitió los cambios culturales y cognitivos
que ya se habían realizado desde la invención y la aplicación del alfabeto. La
cultura del libro, introducida por la imprenta de Gutenberg a mediados del
siglo XV, trajo consigo el predominio cultural de lo visual sobre lo
auditivo-oral. El advenimiento de la tecnología de la imprenta generó la
mayoría de las tendencias más destacadas en la época moderna en el mundo
occidental: el capitalismo, el individualismo, la democracia, el
protestantismo, y el nacionalismo. Fueron consecuencias de esta tecnología que
se basa en la segmentación de las acciones y funciones y en el principio de la
cuantificación visual.
La escritura enfatiza el sentido de la vista por sobre el
sentido del oído, como sería el caso en una cultura auditivo-oral. La realidad
percibida por la vista es muy distinta de la realidad percibida por el oído.
Cualquier medio de comunicación de que se trate enfatiza algún sentido de percepción
por sobre los restantes, produciendo un cierto equilibrio particular, el cual
resulta en una especificidad a lo comunicado tan marcada que, para este
pensador de las comunicaciones, el medio de comunicación mismo llega a ser el
propio mensaje, independientemente del contenido del mensaje comunicado.
Ya en la década de 1960, McLuhan preveía que la cultura
visual e individualista del libro sería reemplazada por “la interdependencia
electrónica”: cuando los medios electrónicos reemplacen la cultura visual por
la cultura auditiva-oral. En esta nueva era, la humanidad se moverá desde el
individualismo y la fragmentación hacia una identidad colectiva, con una “base
de la tribu.” McLuhan acuñó la idea de la aldea global para esta nueva
organización social que se intercomunica masivamente y en tiempo real.
La cultura del libro produjo en los lectores una forma
distintiva de apreciar la realidad. No sólo las palabras se aprecian como
compuestas por letras homogéneas intercambiables, sino que existe una cierta
estructuración lógica en un texto, ya que éste está dividido en párrafos, y los
párrafos están divididos en sentencias ordenadas según la lógica para llegar a
conclusiones, también las sentencias están divididas ordenadamente en las ideas
correlacionadas de sujeto, verbo y predicado. Esta cultura está siendo
rápidamente desplazada por medios de comunicación audiovisuales y electrónicos.
Además, como contraste, la televisión transmite no ideas, sino que imágenes. Y
las imágenes aparecen en una desordenada secuencia sin determinar su valor real
dentro de un marco de referencia axiológico. Las imágenes se relacionan
metafóricamente para transmitir mensajes que no se explicitan verbalmente. Un
individuo expuesto predominantemente a la televisión podrá difícilmente
comunicarse con otro individuo que es un consumado lector. Sus cosmovisiones
son muy distintas en ámbitos cruciales del pensamiento.
La idea macluhaniana de que el medio es el mensaje es
importante en los complejos procesos de la comunicación. Sin duda se trata de
un elemento muy significativo de los tantos de carácter general que acompañan
al mensaje y que le confieren un sello tan distintivo que dificulta el
reconocimiento de otras dimensiones de la realidad. El medio de comunicación
produce un modo particular de conciencia y una escala distintiva de
pensamiento. Por ejemplo, la invención de la escritura, donde unas cuantas
letras codifican la infinidad de palabras, nos permite barajarlas y ordenarlas
para expresar nuestros pensamientos. Por este mecanismo las palabras se nos
hacen homogéneas, y con ellas podemos estructurar oraciones, párrafos,
capítulos, secciones, tomos y libros. Pero además de poder escribir y leer lo
escrito, en el pensamiento se realzan sus funciones más lógicas y abstractas. Un
lector estructurará una mente más racional y abstracta que un analfabeto.
Acción social
La acción social se coordina mediante el lenguaje. Esta idea
ha sido, en la actualidad, desarrollada por un distinguido grupo de expertos en
la mecánica de la comunicación. A pesar de la pretensión de algunos de ellos
de reducir toda la realidad a esta mecánica, lo que verdaderamente han
descubierto ha sido la mecánica de preguntas y respuestas por la cual se
estructuran compromisos. Éstos tienen por propósito coordinar la acción para la
producción y el consumo modernos, caracterizados por la enorme competencia,
para insertarse exitosamente en la individualista estructura social
contemporánea, y para ser reconocidos por ésta.
Sin embargo, no debemos pasar por alto el hecho primordial,
que he venido destacando, que el lenguaje cotidiano no intenta directamente la
acción ni el compromiso individual, como formas de subsistencia de la
organización social, sino la manifestación emotiva de participar de un grupo que
tiene propósitos colectivos, como un sustituto de la ancestral costumbre del
despioje en los primates. No es corrientemente argumentativo, sino que expresa
las posiciones aceptadas por el grupo. No pretende ser lógico, sino que las
proposiciones que se afirman o niegan tienen por función reforzar el
pensamiento social, al cual uno adhiere y dentro del cual uno encuentra
seguridad. Tampoco pretende ser muy fluido, a juzgar por los escasos
monosílabos con que comunican su sociabilidad los adolescentes. Pareciera que
en nuestro actual mundo tan impersonal e individualista, este sentir colectivo
se alcanzaría supuesta e indirectamente por el compromiso para la acción
obtenido por el lenguaje.
Lenguaje y tecnología
Por una parte, toda tecnología es una extensión del ser
humano. El estado de la tecnología en un momento y lugar dado determina en
parte la cultura en cuanto modo de vivir y percibir la realidad y, por tanto,
de comunicarla. Y por la otra, hay medios más apropiados para comunicar
contenidos en determinadas escalas. A través de un libro es posible comunicar
una idea de gran abstracción, y mediante una obra pictórica se hace mucho más
fácil comunicar una imagen. Como quiera que sea la influencia del medio de
comunicación en el contenido del mensaje comunicado, se podría agregar que en
general existiría una correlación entre la complejidad y el alcance de los
medios de comunicación y la complejidad del contenido y, por consiguiente, de
la riqueza de cultura. La adquisición de conciencia de nuevas y más profundas
dimensiones de la realidad requiere, como contrapartida, de medios de
comunicación más heterogéneos, más masivos, más instantáneos, más intensos.
Las civilizaciones se construyen tras las invenciones de medios de comunicación.
La invención de la escritura revolucionó el mundo antiguo. La invención de la
imprenta hizo lo propio con el mundo moderno.
Nuestro mundo contemporáneo, ya tildado de posmoderno, está
sufriendo una transformación profunda, de consecuencias insospechadas, a causa
de la invención de los medios electrónicos de comunicación y de las técnicas de
procesamiento electrónico de la información que producen gran cantidad,
rapidez, significación, accesibilidad, disponibilidad, acumulación,
globalización y almacenaje informático. También nuestra cultura está cambiando
radicalmente a causa de que estas invenciones, productos del desarrollo de la
electrónica. Estos medios están reemplazando al libro que, con su estructura de
capítulos, párrafos y oraciones, permite ordenar las representaciones de la
realidad en escalas incluyentes de enorme comprensión y sentido. En cambio,
estas invenciones están suministrando información indiferenciada que reemplaza
la certeza de las verdades por el escepticismo de las opiniones chatas y la relatividad
del conocimiento mal digerido.
Adicionalmente, la cultura contemporánea, beneficiaria del
enorme desarrollo de medios de comunicación principalmente de imágenes visuales
y auditivas, tiende a mantenerse en la escala de las emociones, las imágenes y
el pensamiento concreto. Un pensamiento abstracto, probablemente más vinculado
con la escritura y el libro, está perdiendo terreno en una verdadera
transformación cultural. Además, los medios masivos de comunicación, cuya
programación depende de la mayor sintonía o audiencia, procuran adaptarse al
gusto masivo para satisfacer las necesidades de publicidad de quienes los
financian.
El lenguaje social es también utilitario en cuanto se hace
lenguaje comercial, ético y jurídico, estableciendo reglas claras de
comportamiento económico, ético y legal para los actores sociales, quienes
aprenden los ritos de la comunicación sin arriesgarse a la pérdida económica,
el rechazo social y la sanción legal.
Las comunicaciones son afectadas profundamente por la tecnología.
El avance tecnológico nos restringe proporcionalmente los espacios abiertos.
Cada vez hay un mayor número de límites, cercos, prohibiciones, normas que
restringen la posibilidad de vagabundear libremente y contemplar el panorama
más allá del horizonte. Sin embargo, el avance tecnológico nos ha abierto
espacios cada vez más amplios y variados. Si nuestra vida en nada se parece al
deambular de nuestros antepasados cazadores-recolectores por grandes
extensiones, en nuestros pequeños espacios libres privados disponemos de
sistemas de comunicación, información y transportes inimaginables
anteriormente. Gran parte del día, un ser humano contemporáneo se encuentra
mirando la pantalla electrónica del PC o la TV observando un caudal de infinitas imágenes que
provienen del ciberespacio y de las redes sociales.
Pero más que la consecuente revolución tecnológica que la
acompaña, que ha transformado nuestro entorno material, haciéndonos más
civilizados, la revolución científica que se ha desencadenado con inusitada
fuerza en la historia humana contemporánea, principalmente a partir de la
segunda mitad del siglo pasado, ha sido la principal causa del cambio cultural
que nos es posible observar ahora. La causa del énfasis puesto en el discurso
científico y tecnológico no se encuentra únicamente en el humano prurito por el
conocimiento, sino que principalmente en constatar que conocimiento significa
poder. Todos podemos constatar que las sociedades que dedican gran esfuerzo a
la educación científica y tecnológica de su juventud tienen extraordinario
desarrollo y progreso material. La educación se ha volcado en producir
individuos funcionales para este desarrollo tecnológico. Generaciones y
multitudes de estudiantes no hacen otra cosa que prepararse para manejar y
controlar el entorno natural y artificial.
Pero si hay claridad que conocimiento es poder, el problema
cultural tiene una dimensión principalmente epistemológica por dar énfasis al
poder del conocimiento. Por la necesidad de conocer cómo funcionan las cosas
del universo, hemos omitido entender los otros significados que
tradicionalmente tenían las palabras. Si comparamos el discurso normal que se
usa en la actualidad en cualquier conversación o texto con el de hace unos
cincuenta años atrás, podemos observar ciertas características que los
diferencian. Por ejemplo, en la actualidad se usan menos palabras,
empobreciendo el lenguaje; éstas se refieren invariablemente a cosas muy
concretas; el discurso es muy directo, pero también muy plano y poco profundo;
el discurso concreto es intercambiable con imágenes.
Por su parte el discurso de la ciencia y la tecnología
depende de circunscribir el significado de las palabras, pues busca describir
lo más precisamente posible los fenómenos causales de la naturaleza. El ideal
del discurso son las matemáticas. La palabra ha quedado desprovista de otros
contenidos. La palabra apreciada es la concreta, la que pueda referirse a cosas
tangibles, observables, medibles. Al parecer, en el pasado ha quedado el
lenguaje de palabras que usaban la filosofía y la poesía.
Lenguaje y arte
Lo bello
La estética se ocupa de lo bello. Lo bello es aquello que,
desde nuestro especial punto de vista de seres humanos, posee armonía,
equilibrio y unidad. Para nosotros, la creación divina es bella, aunque allí lo
propio es que se den permanentemente conflictos causados por el continuo fluir
de estructuras y fuerzas que causan la vida y la muerte. También bella lo puede
ser la fabricación humana. En este caso hablamos de arte. Es más, un artista
puede crear cosas puramente estéticas, sin un ápice de utilitarismo, sólo para
el deleite estético de sus semejantes.
Estas cosas realizadas por el artista pueden ser de
cualquier material; ser táctiles, auditivas, visuales, gustativas, olfativas;
ser móviles o inmóviles, duraderas o perecederas; ser palabras, colores,
formas; ser estéticamente puras en sus formas o contener algún contenido
significativo. Respecto a lo último, la belleza intrínseca de lo creado por el
artista puede contener o no un significado intencional transcendente y
misterioso que puede ser intuido según la mayor o menor sensibilidad del sujeto
a quien está dirigida la obra de arte.
En la filosofía tradicional lo bello ha sido íntimamente
ligado a lo bueno. Lo bello ha sido considerado como una cualidad del ser al
igual que la unidad, la verdad y la bondad, denominados “trascendentales del
ser” por la escolástica. Como trascendental, se piensa que la belleza es
objetiva en la medida que pertenece al ser en cuanto tal. Por el contrario,
nosotros podemos pensar que la belleza está más bien asociada con la estética
además de con la potencia, el atractivo, y otras cualidades propias de las
condiciones favorables para la supervivencia y la reproducción, pero no
precisamente con el ser. La armonía es una cualidad del equilibrio, y lo que se
encuentra en equilibrio no representa en general una amenaza para nuestro
anhelo de supervivencia. Una cosa que además satisface nuestras necesidades de
seguridad, afecto o conocimiento nos parece más atractiva y naturalmente más
bella. La imagen de un cuerpo humano joven y femenino, o su reflejo en, por
ejemplo, una graciosa cara o unos cariñosos ojos, será siempre bella para
nosotros, hombres que se sienten poderosamente atraídos por el sexo opuesto. De
este modo, lo bello es una valoración psicológica y, por lo tanto, subjetiva.
Está además culturalmente condicionada en el sentido de que valoramos diversas
cosas más que otras, dependiendo de su funcionalidad respecto a nuestra
supervivencia y reproducción. Así podemos identificar lo que es bueno para
nosotros con lo que es bello.
En las manifestaciones artísticas, lo bello es a veces tan
potente que se representa por cosas que no nos pueden amenazar o agredir. En el
teatro, la platea es un refugio que está protegido por la oscuridad y el
anonimato del escenario donde se expone un relato con toda su fuerza dramática
y expresiva. Una tela está circunscrita por un robusto y llamativo marco que
impone una separación con nosotros para no ser involucrados en la acción que
describe. Las vívidas páginas de un escrito las podemos encerrar entre dos
gruesas tapas a voluntad. Habitualmente, un pedestal nos separa del drama
representado por una escultura.
Lo bello es una cualidad de las cosas móviles, e intentamos
conferirle permanencia y duración cuando, por ejemplo, el escultor le
representa en formas que obtiene del granito, del mármol o del bronce,
materiales reputados de eternos. Para conmemorar los 500 años de la conquista
española, un escultor quiso representar el efecto aniquilante de ésta sobre la
cultura indígena a través de una escultura quebrada, desunida y desequilibrada.
Nadie la encontró bella. Aparentemente, tampoco pretendía serlo.
Imagen e idea
La mente humana tiene la capacidad para sintetizar imágenes
y estructurar conceptos. Esa es la manera que nuestro pensamiento abstracto y
racional tiene para conceptualizar la realidad. El arte es un medio para, a
partir de una imagen, llegar a un concepto. La diferencia entre nuestra mente y
el arte es que nuestra mente emplea la abstracción y el artista emplea la
metáfora.
El objeto de arte, que lo percibimos y lo establecemos en
nuestra mente como imagen, es también un concepto en sí mismo. Lo mismo se
puede decir de la poesía. En el léxico del arte se hace la distinción entre
forma y contenido. Lo que estas palabras significan en realidad son
respectivamente imagen e idea. No obstante, tal como la imagen es de lo bello,
la idea, que pertenece al intelecto, se confunde con el sentimiento, que
pertenece a la afectividad.
El lenguaje del artista, por el cual a través de una imagen
evoca en nuestra mente un concepto, es la metáfora. La metáfora es una especie
de analogía y se produce directamente por la asociación de dos términos que no
están relacionados ontológicamente, pero que al hacerlos equivalentes se tornan
significativos. En su estructura formal los términos de la relación son unidos
por el adverbio como, como en los ejemplos: "dientes como perlas",
"atrevido como león".
Pero una obra de arte es mucho más que el medio para obtener
un concepto de una imagen. El contenido que se obtiene de una forma es mucho
más que un concepto que se puede lograr a través del esfuerzo de abstracción.
El contenido que se puede conseguir a través de una obra de arte es un
contenido de conciencia difícilmente conceptualizable, que está más relacionado
con lo misterioso, lo dramático o lo sutil de la realidad y, por sobre todo,
con el sentimiento.
Desde el punto de vista del poeta o del artista, él consigue
llegar a la mente de otro con un mensaje codificado en su obra de arte, la que
apela a nuestro sentido estético. Este mensaje es acerca de cosas que no son
directamente comunicables por el lenguaje conceptual ordinario. El poeta o el
artista, con mayor o menor técnica sobre su objeto, logra asociar en forma
metafórica imágenes auditivas, táctiles o visuales para conseguir un concepto
imposible de describir verbalmente y que resalte algún carácter difícilmente
perceptible. A veces, la imagen poco o nada tiene que ver con un objeto de
conocimiento, aunque mucho con ideas difícilmente comprensibles por los medios
corrientes y, principalmente, con sentimientos.
El poeta o el artista apelan no tanto a nuestro pensamiento
conceptual-lógico, que sería el objetivo de un pensador, sino que a nuestros
sentimientos y emociones. Estos contenidos de nuestra afectividad no son
directamente comunicables, sino que por sus manifestaciones externas. Ellos
gatillan estados de conocimiento que no necesitan ser verbalizados. La
comprensión de una metáfora no la efectúa normalmente la parte verbal-lógica
de nuestro cerebro, sino más bien su hemisferio derecho, de funciones más
propiamente espacio-intuitivas. Estas relaciones no siguen mecánicamente los
procesos verbales y lógicos, sino que son síntesis poco expresables de
relaciones ontológicas.
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